Mejorando el protocolo aéreo
El aeropuerto de Dubai olía a lujo y exceso. Yo, como azafata de primera clase, conocía cada rincón de esas terminales brillantes como la palma de mi mano. Pero aquella noche, entre las luces doradas y el mármol pulido, solo veía a él: el capitán Damien Carter, con sus hombros que llenaban el uniforme como una amenaza y esa sonrisa que prometía violar cada regla de la aviación civil.
—Eres inolvidable —murmuró mientras su pulgar trazaba círculos en mi muñeca, justo donde el reloj marcaba la hora de abordar. Su acento británico cortaba el aire como un cuchillo caliente—. Dime que no quieres esto.
Mentiría.
El vestíbulo VIP estaba vacío a esas horas, pero el peligro de que algún colega nos descubriera hacía que mi braguita de encaje negro se pegara al calor entre mis piernas. Damien lo sabía. Lo olía. Por eso arrastró su rodilla entre mis muslos mientras fingíamos revisar el itinerario de vuelo en su tablet.
—Hay una inspección en la puerta B12 —dije, conteniendo el temblor de mi voz—. Protocolo de seguridad.
—Doce minutos —corrigió él, mordiendo mi lóbulo—. Tiempo suficiente para recordarte quién manda aquí.
El baño de tripulación era un closet de lujo escondido tras una puerta discreta. No llegamos a cerrarla. Damien me empujó contra el espejo, arrancando los botones de mi blusa con un solo gesto. Los perlas blancas rodaron por el piso como testigos mudos.
—Al diablo con tu disciplina —gruñó, mientras sus dientes encontraban el sostén negro que contrastaba con mi piel dorada por el sol de Bali.
El primer empujón me partió en dos. No hubo preliminares, ni caricias de relleno. Solo el golpe seco de sus caderas contra mis nalgas, el sonido obsceno de mi humedad mezclándose con su grueso miembro. El espejo se empañó bajo mis palmas aplanadas; mis gemidos se ahogaban en su boca mientras el reloj seguía corriendo.
—Mírate —ordenó, torciéndome el pelo para obligarme a ver nuestro reflejo—. Así es como vuelan las putas de primera clase.
Cada sacudida era una revancha. Por los pasajeros manosearme durante los vuelos, por los jefes que creían que mi sonrisa era una invitación. Damien lo sabía. Por eso me puso de rodillas sobre el lavabo de mármol, obligándome a mirar cómo su verga desaparecía entre mis labios hinchados.
—Cinco minutos —jadeé, sintiendo el orgasmo subir como turbulencia inesperada.
—Cállate y gime más bajo —refunfuñó, azotándome las nalgas hasta dejar marcas rojas sobre mi piel—. Quiero oír cómo suenas cuando te lleno.
El climax me alcanzó con la fuerza de un aterrizaje de emergencia. Me mordí el puño para no gritar, pero las lágrimas rodaron igual cuando él terminó dentro, caliente y profundo, violando cada norma de la compañía y cada promesa que me había hecho a mí misma.
El timbre del celular de Damien sonó exactamente a los once minutos y medio.
—Inspección terminada —leyó, limpiándose con mi media rota antes de subirse el cierre—. Vuelve a tu puesto, Román.
Me reconstruí frente al espejo: pelo recogido, sonrisa profesional, medias nuevas. Pero el roce de su semen escurriendo por mis muslos bajo la falda azul marino sería mi secreto durante las ocho horas de vuelo a Singapur.
En la puerta de embarque, el primer oficial Jacobs me entregó mi gorra perdida.
—Te vi con Carter —susurró, rozándome los dedos—. ¿Juegas igual con todos los capitanes?
Sonreí, ajustando el cuello de la blusa donde faltaban botones.
—Solo con los que valen la pena.
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