Desde que empezamos a vernos, le dejé claro que no buscaba una relación normal. Le dije que quería una mujer gorda, con cuerpo real, con vello, con carne, con olores… que me volviera loco por pura presencia. Y ella, puta madre, era justo eso.

Lo que más me obsesiona de ella son sus axilas peludas. No hay nada más adictivo que meter la cara ahí, respirar hondo, sentir ese olor mezclado con sudor y jabón barato. Le pido que no se depile nunca. A veces la amarro al cabecero y me masturbo solo oliendo sus sobacos, sin tocarla, como un perro enfermo.

También me enferma su barriga. Me encanta cómo cuelga cuando está encima de mí. Le digo que es una cerda deliciosa, que su panza es perfecta para escupirla, pegarle nalgadas y escribirle con marcador: “propiedad de mi verga” o “mi puta gorda”. Ella se ríe, se excita, se abre más.

Pero lo que me vuelve completamente animal es su entrepierna… su monte de Venus cubierto de vello, caliente, sudado, húmedo. Le encanta que le abra las piernas y me quede ahí abajo como un esclavo, con la lengua enterrada, oliendo todo su aroma sin límite. A veces no me deja tocarla con la polla hasta que termine de chuparle todo el sudor.

Le escribo cosas en la piel con marcador permanente: frases como “chúpamela como la perra que eres” o “esto es mío”. Ella las deja por días. Le excita saber que camina por ahí con mis palabras marcadas en su cuerpo.

No es solo sexo. Es pura adoración fetichista. Me la follo como a una diosa sucia. Le lamo las axilas, le escupo la barriga, le lleno la cara de leche y después le digo que no se limpie, que quiero verla así, marcada por mí. Y ella lo hace. Porque sabe que me tiene enfermo… y le encanta