Por

Anónimo

julio 11, 2025

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julio 11, 2025

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Yo soy hijo de puta// Cap. 1

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El resentimiento de un hijo abandonado por su madre, se transformará en una feroz venganza cuando se reencuentre con ella años después.

A veces me sueño en el vientre de una mujer embarazada, pero no como un embrión recién gestado ni como un feto de meses, sino como el hombre que soy, con mis 23 años en mi haber, desnudo, nadando en su útero e intentando escapar de ella.

Ahora que lo pienso no son propiamente sueños, sino pesadillas horrendas. Pesadillas muy turbias. Las peores que recuerdo. A pesar de estar en su interior puedo mirar todo lo que hay dentro con una visión verdosa. Allí me siento asfixiar. La claustrofobia me agota. Me ahogo entre sus fluidos uterinos, brillantes, gelatinosos. Nado entre placenta y el líquido amniótico que destellan sobre mis ojos. Tiemblo en su vientre violentamente y casi puedo ver cómo toda ella convulsiona.

Si alguien mirara desde afuera observaría a una mujer gestante, echada sobre una cama de burdel, con la barriga colosal, que apenas le permite moverse. Desde allí se puede apreciar la lucha constante que hace la criatura que lleva dentro intentando escapar, sin éxito.

Los pechos colgantes de la mujer están lactando. Lucen enormes, hinchados, blancos y mojados de tanto secretar leche. La mujer embarazada está sonriente, bebe alcohol, fuma marihuana, disfruta mi sufrimiento. Trata destruirme. Quiere ahogarme y eso la excita.

Le da morbo matarme mientras yo continúo ahogándome en su útero luchando por escapar. Yo grito pidiendo ayuda pero sólo consigo tragarme sus fluidos. Y ella jadea después de darle caladas a su porro, y todo el ahumadero, aunque fisiológicamente no es posible, se entierra en mi boca y me infla.

La mujer mantiene los muslos separados y sus genitales expuestos, abultados, con tremendo tampón insertado en su vagina para no dejarme salir. Tiene una mata de vellosidad púbica que luce pringosa por sus propias secreciones.

Y el tampón vibra. Y las vibraciones llegan hasta mi cuerpo y me producen cosquilleos, desde mis testículos hasta mi cabeza.

“¡Aaah!” jadea ella.

Luego juega con su clítoris enhiesto, frotándolo en círculos. La sensación del tampón vibrando en su vagina y la descarga de placer causada por sus propias estimulaciones me electrocutan por dentro. Yo también siento placer. Y odio sentirme excitado, a la vez que lucho por escapar.

Y esa lucha interna le provoca a la mujer gestante espasmos eróticos. “¡Huuuuy!” gime menando las caderas, produciendo que mi cuerpo gire y gire en su barriga. “¡Auxilio!” Grito yo. Pero la mujer gestante se contrae de placer y yo me hundo más adentro de su útero. Ella vuelve a gemir “¡Ammm!” y a medida que la mujer se excita mi falo también toma fuerza voraz.

Pareciera que estuviéramos conectados por algo. Acaso un cordón umbilical. La mujer se continúa frotando sus genitales y las próximas contracciones se vuelven más potentes. Mi verga erecta empieza a hundirse en las carnes internas de la mujer cada vez que vibra y se contrae, de modo que mi cuerpo rebota por todas sus paredes internas, hundiéndome dentro de ellas…

“¡Salte, niño malo, salteeee!” empieza a gritar ella, sacándose el tampón. Entonces, de pronto, un orgasmo de proporciones bíblicas me atrapa en forma de tornado y me expulsa al exterior, como si me estuviera abortando.

Y así, sudando a chorros, despierto gritando, llamando a papá, como cuando yo era un niño. Pero nadie responde. Antes por lo menos él acudía a mis llamados de medianoche e intentada consolarme.

Pero ahora… mi padre ni siquiera está.

Y de mi madre ni hablar.

Esa víbora escapó de su nido y nunca más volvió.

Me llamo José Enrique Lares, Kike para los compas, “papi” para mis putas, “cabrón de mierda” para mis enemigos.

Nunca digo mi apellido materno porque para mí ella simplemente no existe más en mi vida. Ojalá me hubiera abortado cuando pudo, así como lo hace en mis pesadillas. Porque sé que ese sueño si lo interpretara me mostraría a mi progenitora abortándome. Ojalá lo hubiera hecho de verdad y me hubiera ahorrado toda esta vida de mierda que llevo desde que nos abandonó.

Hace dos meses enterré a mi padre, don José Lares, en el cementerio municipal del pueblo de Santa Mónica. Todo el barrio me acompañó al entierro y entre todos me ayudaron con los costos del funeral. De no haber tenido esa ayuda, seguramente mi jefe habría terminado enterrado en una fosa común o tal vez incinerado en el patio de mi casa, la única posesión que tengo de valor y que mi padre me heredó en vida. Menuda mierda de vida tenemos, que hasta por morirse uno hay que pagar.

Me extraña, de hecho, que mi jefe me haya durado tanto si desde aquella truculenta fecha para lo único que vivía era para morirse. Hasta que lo logró. Ojalá se hubiera muerto de sobredosis o una violenta borrachera, que era para lo que existía. Pero no. Su muerte fue tan vulgar como ridícula.

Una mañana mi padre se levantó de la cama para quitarle los huevos a las gallinas y hacer su desayuno. Yo no sé si iría dormido o qué mierdas, pero el hombre cayó en el hoyo que él mismo había cavado con la intención de hacer un pozo pluvial y ahí quedó todo tieso. Ni siquiera estaba tan hondo, pero se desnucó.

Mi jefe ni siquiera tuvo tiempo de gritar o de hablarme para sacarlo. Murió al instante. Quedó con los ojos abiertos. Algo aterrador. Lo peor es que yo lo encontré hasta el tercer día, porque había días en que ni siquiera nos mirábamos.

Cada quién hacía sus cosas por separado. Él no sabía a qué hora llegaba ni a qué hora me iba. A pesar de vivir en la misma casa, parecíamos perfectos desconocidos. Yo era madrugar para ir a chambear, y él, un padre sin oficio ni beneficio, a veces se iba por días con sus amigotes con el dinero que yo le daba y a mí me tocaba ir a buscarlo para traerlo arrastras a dormir. Me había cansado de decirle que se comportara como el hombre que era, pero no me hacía caso.

Y yo, en el fondo, lo entendía. Perderse en alcohol o en criko le hacía olvidar a esa mujer que tanto amaba. Siempre me dolió que ni siquiera se esforzara por corregirme como los padres normales. Era yo quien parecía su padre, pues desde que tengo memoria me puse a trabajar para mantenernos los dos.

—Tú tienes la culpa, Kike, por darle para que trague alcohol —solían decirme mis vecinos—. Tú tan trabajador y él tan vaquetón. Deja de alimentar sus vicios, muchacho, que un día se va a morir.

—Mi jefe lleva años como muerto —respondía yo—. Sé que hago mal dándole para sus vicios. Pero al menos quiero quedarme con la satisfacción de saber que si un día me llega a faltar, no se irá resentido conmigo, así como está de resentido de… esa mujer.

Es que la culpa de todos sus males la tiene una tal Amelia Vidal. Que dizque mi madre. Que dizque su mujer. A pesar de que mi padre se mató en el pozo, yo siempre pensaré que murió por culpa de esa tal Amelia, mi madre, quien un 8 de abril, lo recuerdo bien, salió de casa con una falda azul con estampados de flores amarillas y una bolsa para el mandado para nunca más volver.

Yo tenía cinco años de edad la última vez que la vi, y todavía puedo verla yéndose de la casa:

—¿A dónde vas, mami? —le pregunté ese día, dejando el carrito de plástico que me había traído el niño Dios en navidad.

—Mi muñequito de porcelana… —me dijo ella lagrimando, aunque no entendí su estado emocional en ese momento—, iré a comprarte el trailercito rojo que tanto has querido, ¿te acuerdas mi amor?

—¿Me comprarás mi trailercito rojo, mami, el que vimos en el mercado el otro día?

—Sí… mi vida, tu trailercito rojo…

Cómo no me di cuenta de que algo pasaba cuando oí su voz quebrarse. Sus ojos color zafiro humedecerse. Y su gesto contraerse.

—¡Yupi, mami…! —recuerdo haber saltado de alegría—. ¿Puedo ir contigo? —le pregunté, como si presintiera que nunca más regresaría.

Ella se puso de rodillas frente a mí, para mirarme a los ojos. Me dio un abrazo muy fuerte. Acarició mis mejillas y, sin dejar de lloriquear, me dijo:

—Ahora no puedo traerte conmigo, mi muñequito de porcelana…

—¿Por qué no, mami, por qué no puedes llevarme contigo? —quise saber, todavía sintiendo sus tiernos dedos frotándome mis mejillas coloradas.

—Es que… me voy a tardar mucho… en el mercado…

—¿Cuánto te vas a tardar?

—Mucho… mi amor… hasta que… pueda darte una vida mejor…

—¿Qué significa eso, mami?

—Nada, mi muñequito de porcelana, nada… Quiero decir… volveré hasta que… pueda traer… tu trailercito. Pero mientras vuelvo, mi niño, prométeme que te portarás bien.

—¡Palabra de niño bueno, mami!

Ella volvió a besarme las mejillas y la frente. Me dijo tres veces que me amaba. Y se fue. Y nunca más volvió.

—¡El chocho se le calentaba, por eso nos abandonó! —solía decirle a quienes me preguntaban por ella.

Cuando doña Meche, (una vecina morena, bajita, jamona, chichona y bien ricota a la que de vez en cuando me cogía) me oía decir eso, solía reprenderme, diciéndome:

—No hables así de Amelia, Kike… ¡Ah! ¡ah!… ella… sufrió mucho con tu padre… ¡Ah! ¡aah!

—Y yo qué culpa tenía —le respondí la última vez que me la cogí, mientras la tenía cabalgándome, matándose ella solita cuando se hundía en mi verga—, ¿por qué no me llevó con ella si tanto me quería?

Doña Meche era muy gritona cuando cogíamos. Por eso solía meterle sus propias braguitas en la boca, para que no se dieran cuenta los vecinos, porque siempre han sido bien chismosos. Ni cogen y ni dejan coger. Ese día, sin embargo, sus braguitas ella misma las tenía en su mano, para poder responderme:

—¡Ah! ¡Ah! Ya… te dije, mijo… ella… quería… una vida mejor para ti… por eso… se fue…

—Se fue con otro cabrón, doña Meche, ¿qué no se enteró del chisme? Se fue pa Monterrey y nos dejó a mi padre y a mí como perros.

Cuando su hija Angélica se iba a la prepa y su marido no estaba y, además, daba la casualidad de que por algo yo tenía que lonchar en casa, se prestaba entonces el momento para ir a su casa y fornicar.

—¡Pero ella… te amaba… Kikeee! ¡Ay… qué rica tranca tienes, papiiii! ¡Ella te adoraba… tú eras su adoraciónnnn!

Me encantaba ver rebotar sus pinches chichotas de vaca arriba abajo cuando me montaba. Siempre me ha excitado cuando las mujeres se ponen cerdas y gritan guarradas durante la cópula. La cara de señora de iglesia de doña Meche se trasformaba en la de una mujer caliente y lasciva que me ponía muy jarioso.

—¡Ay… mijo… ay… Kikeeee… qué rico se sienteee!

Sus gruesas piernas morenas temblaban en cada sentón que me daba y yo feliz echado debajo de ella, viéndola rebotar, y sintiendo cómo mi enorme falo le sacaba sus mejores orgasmos.

—¡Pero en serio, Kike… Amelia te adorabaaaaaa!

—¡Esa zorra nunca volvió por mí aunque me lo prometió! —me quejé en un momento dado en que tumbé a doña Meche sobre su propia cama y la hice ponerse a cuatro patas.

—¡Claro que volvió, Kikeeee… ¡Ay… métemela con cuidado, papacito, que me dueleee!… Ah… te decía que ella… volvió… ¡Aaah! ¡Huuuuy! Pero siempre tu padre la echaba…

Doña Meche, a diferencia de su hija Angélica, tenía un coño peludo, pero bien recortadito. Me gustaba darle sus buenas chupadas porque ella siempre fue de las jamonas que chorreaban al primer contacto con mi lengua.

—¡¿Quién le dijo que mi papá la echaba, doña Meche?! Con todo respeto, doña, pero no sea pendeja. La tal Amelia nunca volvió. Le digo que se fue con un tipejo a Monterrey, uno que sí le daba buena vida. Prefirió lujos y un nuevo marido que sí la cogía mejor antes que su esposo legítimo y su único hijo. ¡Qué iba andar viniendo esa fulana! No haga caso a chismes, doña Meche. Que disque se salió de la casa para comprarme un puto trailercito rojo. Ya hasta se me murió mi jefe y ella ni sus putas luces.

—¡No seas injusto con Amelia… mijo…! ¡”Ufff…”! ¡Amelia… te juro que te amaba de verdad… pero tu padre la corría cuando venía a verte…! ¡Ay….!

Le di tremenda nalgada en su abombado culo desparramado. Odiaba cuando la gente hablaba maravillas de la tal Amelia, de que me amaba, de que era una buena mujer, pero nadie sabía explicarme entonces por qué mierdas esa maldita piruja nunca volvió.

—No ande de mentirosa, doña Meche, que si sigue diciendo mamadas le voy a reventar el culo aunque no quiera…

—¡No… mijo… no… por mi culo no…! Con dificultad tu anaconda me entra por mi panochita, mi vidaaaa… ¡Ahhh, ya deja de nalguearme, que me duele, Kikeeee!

—Pues no ande defendiendo a la tal Amelia, doña Meche, que me castra la gente que la defiende a pesar de habernos dejado. Si mi padre siempre dijo que ella se fue por caliente, entonces será verdad.

—¡José te mintió siempre, Kike…! ¡Aaaaaghh… mijo, qué pitote tieneees….! —Yo le estaba hundiendo mi herramienta lentamente, hasta que finalmente ella recibió en su gruta hirviente toda mi longitud—… Te juro que varias veces cuando tú estabas en la escuela ella vino… a buscarte… quería llevarte… pero un día tu padre la correteó con un machete y pues ella ya no volvió…

—¡Que no diga mentiras, vieja cabrona! —exclamé, taladrándole la hendidura con tal fuerza que doña Meche dejó caer sus tetazas sobre la cama, toda desparramada, temblando y gritando como cerda en labor de parto.

—¡Ayyyyy… hijo de putaaaa!

—¡Sí, doña Meche! —le respondí yo, sin dejar de rebotarle mis huevos sobre su culo—. ¡Eso es lo que soy! ¡Yo soy un hijo de puta! Porque eso es lo que es ella, la tal Amelia. Ni si quiera las perras abandonan a sus hijos cuando se van de calientes…

—¡Deja de ofenderla… Kike…!¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!

—¿A caso usted, doña Meche abandonaría a sus hijos y a su marido por irse conmigo sólo porque la cojo rico?

Doña Meche estaba gritando como perra mientras la atiborraba de carne, mientras contestaba…

—¿Qué…? Yo… no creo… pero… no sé… ¡Ahhhh!

—¿No sabe? Entonces por eso la defiende, ¿eh, doña Meche? Por eso usted defiende a la tal Amelia esa… porque usted es igual de perra que ella.

Y entonces la acometí más fuerte hasta hacerla correr por lo menos tres veces, aprovechando que don Paco, su marido, un maduro setentón, había ido a retirar del cajero el dinero de su pensión.

Doña Meche era muy puerca para coger, a pesar de ser tan mentirosa. Y eso me gustaba. Será que por eso prefiero a las mujeres jamonas como ella que las chicas de mi edad. Las maduras, como ya están vividas, no le tienen miedo a nada. En cambio su hija Angélica, por ejemplo, una estudiante de preparatoria rebelde, a pesar de su rebeldía siempre fue más respingada para follar.

Y ahora heme aquí. Recordando esa última vez en que vi a la tal Amelia. Han pasado 18 años, 1 mes, y un día. Específicamente 6605 días. Y yo, por más que trato, no la puedo olvidar.

La odio tanto que quizá por eso la tengo tan presente en mi memoria. Nadie está más tatuado en tu mente que la persona que más odias. Incluso más que a las que amas. Aunque después de papá, yo ya no amo a nadie.

Por si fuera poco anoche soñé nuevamente que mi madre me abortaba, y como los sueños son muy estúpidos y sin sentido, recuerdo que mi padre levantaba mis pedazos del suelo y le gritaba fuertes reclamos a la tal Amelia, que sonreía a pesar de haberme vomitado por el coño. Lo peor es que seguía masturbándose con gozo. Y yo, muerto, veía sus tetazas hinchadas. Sus pezones inflamados expulsando chorros de leche. Su piel rosada como la mía empapada de sudor. Y sus ojos como el zafiro mirándome con ironía.

Y a pesar de que en mis pesadillas la tal Amelia siempre aparece con un monstruo sin sentimientos, la gente que la conoció nunca para de decir lo buena, abnegada y hermosa que era… pero entonces, ¿qué pasó? ¿Por qué se fue?

Lo curioso es que me acuerdo de la fecha exacta de su partida. Recuerdo bien el vestido que llevaba, sus sandalias blancas de tacón grueso, el color zafiro de sus ojos, sus gestos y hasta el color de su voz. Lo único que no recuerdo a pesar de sus gestos… es su cara. No sé cómo son sus facciones. No recuerdo como eran sus labios, su nariz… nada.

Ni siquiera tengo una foto suya para recordarla como era pues papá las quemó todas cuando ella se fue.

Lo único que sé de ella es que se llamaba Amelia Vidal, que tenía 23 años cuando se marchó, y que la fecha exacta de cuando lo hizo fue hace 18 años un viernes 8 de abril.

Yo tengo la misma edad que ella tenía al marcharse, y, sin embargo, ni tengo hijos ni estoy casado. Yo no creo en el amor. He cogido mucho, con varias mujeres, la mayoría de la edad de doña Meche y unas pocas de mi edad, o menores, como Angélica.

Crecí como Dios me dio entender. A base de caridad de los vecinos que no entendían cómo don José Lares podía ser tan cabrón para ni siquiera trabajar para darme de comer o para mandarme a la escuela. Lo curioso es que nunca nos faltó comida. Mi padre, aun sin trabajar, siempre traía al menos lo indispensable para los dos.

Algunos dicen que el verdadero culpable de la marcha de la tal Amelia es él, pero yo no puedo odiarlo, porque por muy irresponsable que fuera, nunca me dejó.

Por eso, dado que papá se fue a la vagancia, tuvo que ser el barrio donde nací quien me diera las tablas de la vida. Doña Meche me contrató desde muy niño para que le cortara el césped de su jardín. Me daba una buena paga de acuerdo a lo que hacía y a mis funciones. A los doce años ya le pintaba su casa y le cambiaba sus persianas. A los 13 años ya le hacía ciertos arreglitos a sus bardas con cal y cemento.

Lo bueno vino a mis 14 cuando, además de cortarle el césped, pintarle y enjarrarle los muros de su casa, ya la abría de piernas para hundirme dentro de sí.

Por ser tan alto y corpulento, es decir: por haberme desarrollado tan deprisa de pecho, piernas y brazos, gracias a los trabajos rudos que hacía, tal vez pensó que no era tan menor como aparentaba. Y me hizo hombre.

Ella solita comenzó a insinuárseme. Miraditas coquetas. Sonrisas provocativas. Caricias sugerentes en mi espalda o cuello. En fin. Doña Meche era artífice de muchas estimulaciones que me hicieron desearla con los días. A veces la encontraba empinada, levantando cosas del suelo, y mis ojos se iban directo a sus nalgas. Como ella usaba falditas muy cortas cuando yo iba, me era fácil observar sus braguitas de vez en cuando.

A veces dejaba su ropa interior tirada por la casa. Ella me pedía que le ayudara a recoger la basura de la cocina y yo veía sus prendas por ahí. Un día me robé una y me masturbé con ella en su propio baño. Al día siguiente ella me dijo algo que me dejó avergonzado:

“Kike, la próxima vez deja mis braguitas en el cesto de la ropa sucia después de que te masturbes con ellas, porque donde me las encuentre mi marido así de manchadas, no sabes el problema en el que me metes.”

Me deshice en disculpas mil veces. No sabía dónde meter la cabeza. Creí que ya no me contrataría más, pero en los siguientes días comenzó un acoso mucho mayor:

“Mijo, ¿me ayudas por favor a poner la cortina del baño? Figúrate que me iba a duchar y se cayó”

“No se apure, doña Meche, ahora la pongo de nuevo” le decía yo.

Y varias veces, por accidente, se le cayó la toalla delante de mí, desparramándosele sus dos poderosos pechos, carnosos, hinchados, morenos, de areolas amplias y pezones chatos. Yo me quedaba como idiota viéndola, sin saber qué hacer o decir. Después me salía de allí y me masturbaba detrás de su casa, donde nadie me veía.

La tercera vez que me volvió a enseñar sus pechos no se la perdoné. Estaba tan caliente que le di una arrinconada en el baño y, sin saber muy bien cómo hacerlo, se las mamé una y otra vez. Mis manos apenas podían abarcar sus inmensidades. De mi boca ni hablar. Apenas pude comerme la superficie de sus mamas.

Ella me desabrochó el pantalón, me sacó el pene por el hueco de la bragueta y me la meneó, diciéndome lo gorda y dura que estaba para tener la edad que tenía. Me la jaló y me acarició los huevos con tanta maña que Ufff… en menos de cinco minutos ya estaba eyaculando sobre su mano.

—¿Te han chupado la verga antes, Kike? —me dijo la siguiente ocasión mientras le ayudaba a bajar el mandado del mercado de su coche.

—No, señora, nunca.

—Pues te la voy a mamar, ¿eh?, para que te vayas haciendo hombrecito. Vente, vamos a mi cuarto.

Doña Meche me dirigió a su habitación, se sentó en el borde de su cama y me pidió que me bajara el pantalón.

—Me encanta que los de tu edad con cualquier insinuación se les para. Ahora verás lo que se siente que te la chupen.

Doña Meche me agarró mi pene endurecido con las dos manos, lo meneó varias veces, le estiró el cuero y cuando mi glande estaba brillante ante sus labios, abrió la boca y se lo metió, dándome ligeros lametones.

Confieso que las primeras veces eyaculé en su boca a los pocos minutos. Pero las siguientes ocasiones aprendí a contenerme. A doña Meche le gustaba quitarse su blusa, dejar sus pechos obesos desnudos y mamarme la verga hasta que mi leche impregnaba sus melones.

Días después me dijo­:

—Ahora tú, mijo, Kike, chúpame el chocho para que aprendas bien. Luego por ahí cuando tengas novias evitarás pasar las vergüenzas que pasan todos los chicos de tu edad.

Y guiándome como una buena maestra se levantaba la falda, se bajaba sus braguitas y yo me ponía en labor. En mi tercer intento en aquella primera semana conseguí arrancarle su primer orgasmo a base de comidas de coño. Y luego vino lo demás. Un aprendizaje sexual progresivo.

No me da vergüenza confesar que doña Meche fue la que me enseñó a follar. Las artes amatorias eran su fuerte. No importaba que fuera una de las líderes de la iglesia, en la cama se comportada como toda una cerda que me sacaba mis mejores chorros de semen.

Todo habría continuado con ella de viento en popa, pero hace apenas cuatro días descubrió que también me estaba cogiendo a su hija, y a su amiga María Elena Martínez, la mujer del boticario. Y todo se desmadró.

Toda mi vida he luchado contra mis propios demonios. De mis batallas combatidas solo he perdido las que pertenecen a mi pasado.

Como dije, mi barrio me formó. Mis amigos fueron mis hermanos. Sus hermanas mis mujeres. Sus madres mis amantes. Siempre destaqué ante los demás por mi altura, mi constitución robusta y, dicen las mujeres, por mi buena cara, sin contar mi buena herramienta.

Por lo demás, siempre fui un hombre justo. Amargado y gruñón sí. Con un carácter violento y desastroso. Pero en el fondo, con buenos sentimientos. Nunca he dejado abajo a mis compitas, ni a mi gente ni a quienes alguna vez en la vida me ha ayudado.

De más joven componía con el buen Roña algunos versos. Nos gustaba rapear. De hecho solíamos pensar que seríamos famosos con el tiempo. Pero claro, eso sólo pasa con la raza que tiene suerte. Los que son como yo, únicamente estamos destinados a librar desgracias.

De milagro logré graduarme de la preparatoria por medio de una beca que algún benefactor anónimo me otorgó. Yo no era buen estudiante. No sé cómo hice para egresar. Dado que lo mío no era la escuela, ni siquiera hice el intento por ir a la universidad. Pura perdedera de tiempo. Al final ganan más los que no tiene carreras que los que la tienen. Ya que me fue negada una educación basada en una familia estructurada, lo mío era aprender a la brava.

Siempre trabajé de lo que fuera: pintor, albañil, herrero, camarero, limpiador de coches e incluso de barrendero. A los veintiún años, sin embargo, gracias a una hermosa dama llamada Gloria y que conocí en un parque mientras salía a correr, pude entrar a un gimnasio donde conseguí potencializar mis músculos. Yo hacía ejercicios en parques públicos, con las maquinas rústicas que ponen allí. De no ser por Gloria jamás habría logrado acceder a un gimnasio de prestigio.

Me llama la atención que las mujeres de la edad de Gloria y que están tan bien acomodadas económicamente, suelen interesarse en chicos como yo. Su esposo trabajaba en asuntos del gobierno, por lo que habitualmente se la pasaba sola por grandes temporadas y con un ardor en la vagina que necesitaba mantenimiento seguido. Las mujeres de su edad son bien calientes, las cabronas, y eso me encanta.

Desde los veintiuno y hasta los veintitrés años ella patrocinó mi inscripción en el gimnasio, mis proteínas, y varios cursos sobre nutrición y rutinas de ejercicios.

A cambio le pagué durante esos casi dos años a punta de culeadas y buen sexo. Gloria creía que para mí era un sacrificio fornicarla, por más que le juraba que ella era mi prototipo de mujer por su edad y por su figura.

Aunque Gloria pretendía comprarme ropa, joyas y perfumes, yo siempre lo rechacé. Por lujos fue que mi madre nos abandonó. Yo no sería como ella. Además no me gustaba ser aprovechado con las personas. Menos con las mujeres con déficit de cariño. Ya para mí era demasiado toda la pasta que gastaba en mí, formándome como un buen instructor de gimnasio… “Para que logres ser alguien en la vida sin depender de un título universitario, porque no lo tienes” me decía.

Pude haber caído en las drogas y el alcohol, como mi padre, pero preferí el camino de la construcción mental y física. Me decanté por el empoderamiento masculino. Y la verdad es que creo que todo habría ido cuesta arriba de no ser por culpa de Angélica, la hija de doña Meche, que hace rato me acaba de decir algo que me ha dejado petrificado.

—Kike, quiero decirte eso que… no me había animado a contarte, pero que ahora que tengo pruebas concretas, creo… que te puede interesar.

—Cuanto misterio, chaparrita —le sonreí.

Angélica dudó un poco antes de continuar:

—¿Te acuerdas que te conté que la semana pasada vinieron desde Monterrey varios representantes de universidades para hablarnos sobre las carreras que nos ofrecen y así?

—Ajá —le dije, limpiándole a mi pequeña putita todos los mecos que le había dejado en la cara tras correrme sobre ella.

Angélica era muy buena chupando verga, aunque todavía no le gustaba pasar la lengua por mis testículos. Al menos ya no hacía tantos ascos como antes. Desgraciadamente, con todo lo bonita que era y lo mucho que había aprendido hacer orales, ella no me hacía alcanzar el morbo que me provocaba su madre.

—Pues… resulta que ahí había una mujer llamada Amelia.

Cuando escuché el nombre de “Amelia” sentí que mis ojos se congelaban. Me quedé en silencio, con mi glande hondeándose frente a su cara, esperando que me dijera un poco más.

—¿Y…? —fue lo único que pude proferir.

—¿Cómo que “Y”? A ver, Kike, ¿no te dice algo el nombre de Amelia?

—No me jodas, Angélica, porque escuchaste una vez el nombre de Amelia ¿ahora crees se trata de ella?

Angélica suspiró, y luego me dijo:

—No estoy diciendo nada, tranquilo, Kike, sólo quiero saber cómo era físicamente tu madre.

Mi corazón comenzó a bombear muy fuerte. Demasiado fuerte, diría yo.

—No la recuerdo. O sea, sí recuerdo el color de su voz… sus ojos… su tez rosada de piel, casi como la mía, pero de su rostro nada…

—¿Cómo eran sus ojos, Kike?

—Pues… como los zafiros… así, de un azul penetrante y oscuro. Lo sé porque mi padre tenía unos zafiros guardados en su petaquilla, y siempre decía que eran como los ojos de ella…

Angélica se levantó. Fue al baño para limpiarse los restos de semen que aún escurrían por sus pequeñas y redondas tetas y luego volvió.

—He oído que tu madre era muy bonita… Kike.

Cuando me dijo eso yo estaba sentado en el borde de su cama, todavía desnudo. De la punta de mi glande todavía salían goterones de semen. Ya no me preocupaba que doña Meche llegara a casa y me encontrara con su hija en esas condiciones. Ahora mi verdadera concentración estaba en lo que me decía Angélica.

—Eso dicen todos —suspiré agobiado—. Que era guapa. Mi padre decía que Amelia era una mujer hermosa, de tez tan rosada como las mismas rosas. Que era alta, de buen cuerpo y que tenía ojos como los zafiros…

“Deja de hablar y de pensar en ella por una vez en tu vida, papá.” Recuerdo la forma en que reprendía a mi jefe, cada vez que repetía lo mismo de su ex mujer “ya pasó más de una década. No puedes vivir con sus recuerdos. Esa puta ya no existe. Déjala ir. Ella nos abandonó. Nunca volverá.”

Pero mi padre no se resignaba. Más bien, ahogado en alcohol, pasaba del llanto a las risas, diciendo:

“Ni veas cómo cogía la puta de tu madre, hijo. Cualquier actriz porno le queda corta. Con lo modosita que era en público y lo perra que era en la cama”

“Papá, no más, por favor.”

A veces, sólo a veces, podía imaginar esa mujer extraña cabalgando el bulto de mi padre, durante las nocturnas, gritando y bramando como lo hacía doña Meche. Pero Amelia más elegante. Más fina. Más esbelta. Más hermosa.

—¿Tu madre tenía el pelo corto o tenía el pelo largo, Kike? —la voz de la hija de doña Meche me sacó de mis ensoñaciones.

—¡Mierda, Angélica! Déjate de mamadas. Amelia está muerta para mí.

—¿Tan muerta para no reconocerla si la pudieras ver de nuevo? —insistió ella.

—¿De qué mierdas estás hablando? —le pregunté rabioso.

—Mira Kike. Tú no estás bien. Desafortunadamente… a pesar de tener la formación que tienes. De ser tan apuesto. De ser tan… musculoso… de estar llegando a la cima del éxito… te noto mal, triste, agobiado. Resentido con la vida. Se murió tu padre y tu carácter ha empeorado. Se te ve serio, sin sonreír. Y yo creo que todo esto es por culpa de tu madre. No has podido cerrar ciclos.

Suspiré muy hondo para hacer notar mi incomodidad al hablar de este tema.

—No me interesa hablar de ella… eso es todo.

—¿De verdad, Kike? Porque a lo mejor lo que a ti te falta es… verla… pedirle explicaciones… saber por qué nunca volvió.

—¡Basta, Angélica! ¡No más! Hablas con tanta certeza que cualquiera pensaría que en verdad la has encontrado. Esa tal Amelia se fue para nunca más volver. Aunque… por curiosidad alguna vez quisiera buscarla, estoy seguro que jamás la encontraría. Ni siquiera me acuerdo de cómo era ella de la cara. No tengo ni fotos siquiera. Además… han pasado 18 años…

—Y ella está más hermosa que nunca, Kike.

Nuevamente las venas de mis brazos se calentaron.

—¿Qué? Te estás volviendo loca.

—He encontrado a tu madre, José Enrique, tienes que creerlo.

—No puede ser —me levanté con sobresalto.

Angélica se puso las manos en la cintura y habló firme:

—¿Te suena el nombre de Amelia Margarita Vidal Huerta? Ese es el nombre real de tu madre, Kike. Ella ahora tiene 41 años, está casada con un hombre mayor llamado Urbano Manríquez y es directora de la facultad de nutrición, en la universidad autónoma de Monterrey.

—¡N…o… puede… ser…!

Mi corazón bombeaba tanta sangre que creí que mis venas reventarían.

—Ni te imaginas lo hermosa que es, Kike. Si te le quedas mirando por mucho rato… pareciera que tiene tu semblante. Te pareces mucho a ella y…

—¡No! ¡No! ¡Para mí esa mujer está muerta! ¡Muerta!

—¿Ni siquiera tienes curiosidad por conocer a tu hermana?

—¿Hermana? —pregunté.

Y esta vez casi me desvanecí sobre su cama.

—Oh, sí, Kike. Tienes una hermana de mi edad. Ella se llama Esther, muy parecida a Esther Expósito, por cierto. Pero obviamente lleva el apellido de su padre. Esther Manríquez.

Y ahí fue donde la puerca torció el rabo. La muy hija de puta de mi madre no se hizo cargo de mí. Me privó de su cariño, de sus cuidados, de su amor. Prefirió lujos y calentura en lugar de protegerme y criarme. ¿Pero sí se hizo cargo de una segunda hija, esa tal Esther, mi hermana, a quien seguramente le dio todo lo que me privó a mí?

—¿Pero qué clase de madre abandona a su hijo como perro y luego tiene otro con una nueva pareja para darle lo todo lo que a mí no me dio? —exclamé furioso, con mis ojos crispados.

—A ver… Kike… tienes que entender que…

—¡No! Esa perra de Amelia llegó demasiado lejos. ¡Mató a mi padre en vida y a mí me hizo tener una vida de mierda!

—¡Kike, tranquilízate, por favor…!

—¡Ahora la muy perra vive tranquila y exitosamente una vida con su nueva familia mientras la mía se hizo mierda!

—¡Enrique… por favor, escúchame. !

—¡Pues no, Angélica! ¡De mi cuenta corre que Amelia Vidal y la puta familia que tiene se haga mierda como ella hizo a la mía! Dame ahora mismo todos los datos que tengas sobre esa mujer… ¡Te juro por Dios que me pagará cada lágrima derramada!

CONTINÚA

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