Por

Anónimo

mayo 29, 2025

281 Vistas

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Uno de mis relatos vívidos

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Eran alrededor de las tres de la tarde. Estábamos acostados en la cama viendo una película bastante famosa en ese entonces. A mí nunca me llamó realmente la atención ese tema de superhéroes y villanos, pero Andrea —mi novia— tenía muchas ganas de verla, y yo no pensaba negárselo. Llevábamos varios días intentando encontrarla por todos los medios posibles, pues en ese entonces no teníamos suficiente dinero como para pagar la membresía de una plataforma de streaming. Fue así como terminamos en casa de Leo, uno de mis amigos más cercanos, quien tenía una suscripción activa donde estaba la película que buscábamos.

No pasaron más de veinte minutos cuando mis ojos empezaron a cerrarse. Para el minuto treinta —o tal vez menos, realmente no lo sé— ya estaba completamente dormido entre los dos. El tiempo pasó y de repente, algo me hizo abrir los ojos. Fue esa sensación extraña, como cuando uno siente que lo están observando.

Cuando recuperé la conciencia, vi los ojos de Andrea y Leo fijos en mí. A ambos les causaba gracia que me hubiera quedado dormido a su lado.

Leo se levantó de la cama y comenzó a rebuscar en el mueble donde estaba el televisor. —¿Qué tal si buscamos algo para jugar en la consola y así Mario no se vuelve a quedar dormido? —dijo sin mirarnos. —Me parece bien —secundó Andrea, dirigiéndome una mirada divertida y, quizá, con un toque de burla.

Así fue como terminamos entreteniéndonos con un título que tenía “kart” en el nombre, en lugar de ver la película por la cual habíamos venido. Solo había dos controles, por lo que quien perdía entregaba el mando a quien había estado espectando, y así sucesivamente.

Las horas pasaron entre risas, burlas y galgerías hasta que se escuchó a la madre de Leo llamándolo para que bajara a hacer no sé qué. —Ya regreso. Cuando vuelva, les sigo ganando —dijo, entregándole el mando a Andrea, que estaba sentada en la cama donde yo apoyaba la espalda. Ella era la espectadora de turno.

Continuamos jugando por un rato en la consola. Sin embargo, al ver que Leo no subía, se nos ocurrió cerrar la puerta y echarnos un rapidito antes de que volviera.

Andrea fue la primera en quitarse su saco de lana y se abalanzó sobre mí, tomándome desprevenido, aún de espaldas con la mano apoyada en la madera. Alzó mi camiseta lo justo para que sus labios hicieran presencia, bajando por mi espalda. Sin detenerse, liberó sus prominentes senos de su cárcel y los presionó contra mi espalda baja al mismo tiempo que la prenda caía al suelo. Podía sentir sus pezones rozar mi piel, encendiéndome al instante.

Me giré sobre mi eje, apoyando la espalda en la puerta. Tomé sus mejillas con la palma y la acerqué para que nuestros labios se fundieran, mientras mi mano libre apretaba una de sus tetas. Las lenguas se encontraron y comenzaron a arremolinarse con frenesí, entrando y saliendo de nuestras bocas con hambre.

Sus dedos se deslizaron por mi pelvis hasta llegar a la hebilla. Con rapidez, la trabajó hasta soltar mis jeans, llevándose mis boxers de una sola vez. Alternando su atención entre mis labios y mi erección, Andrea robó uno de los peluches de la cama de Leo y lo puso debajo de sus rodillas antes de dejarse caer sobre él.

Primero hizo desaparecer la punta de mi pene entre sus labios, dándome un abrebocas de lo que vendría. Su lengua empezó a bailar dentro de su boca, en un frenesí que me volvía loco. Luego lo sacó y trazó un camino húmedo desde la base hasta la punta con una lentitud tortuosa. Sus ojos no se apartaban de los míos. No se guardaba nada. Quería que cada centímetro de mí supiera lo que me estaba haciendo ahí abajo.

Cuando llegó al final del recorrido, lo llevó profundo a su garganta sin pedir permiso. Al principio, lento… después, con más prisa. Era imposible acostumbrarse al mar de sensaciones que me recorría.

Alcé su barbilla en un gesto delicado, mientras un hilo fino de saliva aún la conectaba a mi pene. Le hice una señal para que se levantara. La besé con fuerza y la guié hasta la cama, haciéndola caer de espaldas. Allí la despojé de sus prendas inferiores, como ella había hecho conmigo. Comencé a besarla con deseo, con excesiva pasión. Me estaba dejando llevar por mi instinto más primitivo. Mi mano izquierda se enredó en su cabello, mientras la derecha se deslizaba sin freno entre sus piernas, provocando su clítoris expuesto con círculos lentos pero contundentes. Ella jadeaba bajo mis falanges; su respiración agitada me excitaba demasiado. Quería seguir torturándola, quería que siguiera intentando contener los gemidos para no ser descubiertos por los familiares de Leo, que estaban en el segundo piso.

Me incliné sobre ella, acariciando con mi lengua el borde de su oreja y luego su lóbulo, mientras la punta de mi falo ya se deslizaba por su vagina empapada. No fue hasta que, por accidente, mi mirada se atrevió a ir más allá de una de las rodillas dobladas de Andrea que me percaté de que la puerta se había abierto. Teníamos una visión sin obstáculos hacia la habitación de la hermana mayor de mi amigo, que —por suerte— estaba cerrada. De igual manera, girando a la derecha, se veían las escaleras que conducían al primer piso.

Me apresuré a cerrarla nuevamente, o al menos eso pretendía… si no fuera porque Andrea me encadenó con sus piernas por la cintura y sus brazos alrededor del cuello. Mi atención se centró en sus ojos ahogados en placer. Su cara estaba visiblemente enrojecida. Me jaló más hacia abajo hasta que fueron sus labios los que rozaron mi oreja. —No la cierres… —jadeó entre suspiros—. Quiero que quien se asome vea cómo me estás follando… que si alguien sube, nos encuentre así… con tu verga dentro de mí.

Ese gesto hizo que me pusiera aún más duro de lo que ya estaba. Sin pensarlo dos veces, me hundí dentro de ella. La idea de que la hermana de Leo solo necesitara entreabrir la puerta por algún ruido sospechoso, o que el mismo Leo ya estuviera subiendo y me viera enterrando mi erección en Andrea en su propia cama me estaba volviendo loco.

Asombrosamente, nuestros besos se volvieron aún más violentos de lo que ya habían sido. Caminos rojos empezaron a aparecer en mi espalda por sus uñas aferrándose con fuerza. —¡Más…! —susurró con voz ronca—. Así… así… jueputa…

Mis embestidas no se detenían. Sentía su cuerpo temblar bajo el mío, su aliento cada vez más cortado, su voz apenas ahogada contra mi cuello.

Entonces se escuchó. El crujido de la puerta del frente se abrió levemente, dejando escapar una rendija de luz que se filtraba desde la ventana de esa habitación, extendiéndose por el pasillo. Una voz femenina comenzó a hablar por teléfono. Todo lo que decía era confuso, quizás porque estaba lejos, o tal vez porque murmuraba con demasiada discreción como para distinguir las palabras.

Congelé el movimiento. Mi verga seguía enterrada hasta el fondo de Andrea, que me miró con los ojos entrecerrados, el pecho subiendo y bajando, cubierto de sudor. Sus tetas brillaban en sudor y con su respiración entrecortada. —…pero entonces dígame si bajo ahora o en cuánto, para no esperarlo tanto tiempo —dijo la mujer al otro lado de la casa. Su voz era más clara. Estaba cerca de su puerta otra vez.

Andrea me apretó con fuerza las caderas con sus piernas, impidiéndome salir de ella. Estaba encendida. Se mordió el labio inferior, los ojos brillantes, y se inclinó hacia mi oído, con la voz quebrada por el deseo. —No te atrevas a sacarla… —susurró—. Que nos descubran… que vean todo…

No sabíamos si la hermana mayor de Leo iba a salir o no. Tal vez tenía en su mano el picaporte. Tal vez nos oía. —Vente dentro de mí… —añadió Andrea, jadeando—. Vamos… ¿no te prende? ¿No te pone más duro pensar que podrían verte correrte frente a sus ojos?

Su tono no era una súplica. Era una orden. Y no esperó mi respuesta. Movió las caderas con suavidad, pero con una técnica precisa, experta, como si conociera qué hacer para hacerme perder. Sus paredes vaginales se cerraron sobre mi pene con una fuerza que parecía imposible.

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