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agosto 27, 2019

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Tentado en el aula

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Lo recuerdo como uno de los periodos más estresantes de mi existencia. Inmediatamente después del acto de grado te das cuenta que detrás de aquella inmensa puerta adornada no hay más que nuevas preocupaciones. Descansando sobre mi brazo estaba esa melena ondulada y negra que parecía expeler un aroma tan cálido como siniestro que coronaba una cabeza con ideas brillantes y pervertidas. Era la personificación de una moneda. 

Era la muerte forrada en una suave piel morena, bendecida con esos ojos inquietos, interrogantes, inocentes.

Transcurrido el año 2006, 2007 iniciaba su cause otorgándome un título de licenciado de todas las artes negras de la lengua. Esto es; licenciatura en letras.

Recuerdo que para ese tiempo ni quería ni pensaba ser profesor. Me aterraba el hecho de exponer mis ideas y, peor aún, explicarlas. Sin embargo, la necesidad, como bien sabemos, tiene cara de perro. Los primeros seis meses de ese año los pasé a la sombra de una suplencia donde el único beneficio que obtenía era el aprendizaje (subestimado) y el resto de mi supervivencia se basaba en artículos para el periódico donde me encargaban describir la sociedad y los sucesos relevantes de la actualidad. 

 

No veía yo venir aquello. 

Pasada la mitad del calendario, la profesora Rebeca me consultó si podía dar clases en un colegio en un pueblo cuyo nombre no olvidaré nunca y mi inocencia fue tal que nunca me imaginé que tan simple pregunta me incluiría en la nómina de profesores titulares de aquella institución (al momento de la consulta pensé que se refería a una suplencia). 

Cuando alcance a percatarme de la gravedad del asunto no había marcha atrás. «Debes darle utilidad a esos estudios» me intentaba animar mi profesora (ahora colega) mientras yo solo pensaba en que debía mudarme a un clima más áspero y húmedo, pensaba en que debía separarme de mi rutinario artículo dominical y de las punzantes opiniones sabatinas. 

Nunca he sido muy sociable, para bien o para mal, creo que no lo seré nunca. Pero, incomprensiblemente la situación me generaba una emoción atípica, digna de alguien que no experimenta muchos cambios en su vida y ahora se encontraba reunido en una sala de profesores debatiendo sobre métodos educativos, horarios, proyectos… Había una especie de importancia tangible que no había sentido mientras escribía artículos para el periódico. La vida empezaba a cobrar vida.

Me mudé al nuevo pueblo con lo justo y necesario, el colegio me ayudaba con la mitad del alquiler y con el resto debía valerme yo. Por lo que seguí escribiendo artículos y enviándolos por correo.

La vivienda en cuestión era propiedad de una familia ganadera y se encontraba en un trecho inhóspito del poblado, camino hacia un famoso río local. No estaba en ruinas pero su aspecto daba a entender que muchos años habían pasado. Su interior se basaba en un pasillo en el cual a mano izquierda tenías una inmensa pared con dos puertas separadas por algo más de un metro, el espacio de la derecha era una sala sin mueble alguno, hacia el fondo había otra puerta que guardaba tras de sí el baño y como en una especie de escape hacia el patio había una cocina con una selección de colores bastante horripilante a mi parecer.

El costo era elevado, pero el aislamiento tiene siempre ese valor añadido. Aparte la familia casi nunca estaría en casa puesto que la usaban como escala antes de ir a otras ciudades. La fachada era colonial y sugería ser la herencia de algún abuelo entusiasta que creyó que en aquellos terrenos hallaría algo productivo.

Ahora bien, al caso.

En los colegios los alumnos (salvo que sean hijos de profesores, e incluso así) desconocen que las actividades escolares comienzan antes y suelen terminar después. Nos obligaban a ir a jornadas de 8 horas para debatir y planificar y a tal punto me llegó a emocionar la rutina que la extendía hasta mi rancho colonial donde intentaba cohesionar horarios, buscar contenidos adecuados, pensar en evaluación cualitativas y cuantitativas… a falta de una semana para el debut en el aula no podía esperar más. 

El día lunes fue al fin podía entrar al ruedo.

En un pueblo tan pequeño, los alumnos reconocen inmediatamente al profesor nuevo, incluso los alumnos que llegan allí por primera vez. Por alguna razón no me sentía intimidado sino todo lo contrario, deseaba ya estar con los alumnos dentro del aula poniendo en ejercicio todas las planificaciones que tanto tiempo me llevó realizar. 

Se respiraba nerviosismo, frenesí, excitación. Todo junto. 

Me dirigí entonces con la flamante llave del aula hacia aquella trampa que nunca vi; hacia la realidad que aún no había masticado, hacia la multitud latente de jóvenes que tenían tantas ansias de verme como yo de verlos a ellos y comprobé en el acto que no había previsto defensa para aquellos ojos crepitantes, increíblemente vivos que adornaban un rostro moreno, hoyitos picarones en las mejillas y una sonrisa que se estiraba para preguntar: ¿Usted es el nuevo profesor?

Adentrada en la edad de descubrir y descubrirse; Gaby se contentaba al menos de llevar en extremo orden su vida académica. Tal vez incluso no notara sus cambios físicos o cómo su personalidad intrépida atraía opiniones tan opuestas que dividían perfectamente a los dos bandos: quienes la querían y quienes la envidiaban u odiaban, según como se lo mire.

No guardaba un grano de maldad porque no cabía en su pecho ninguna posibilidad de ejercer cualquier acto siniestro. Sin embargo no podría decirse que ignoraba las artes milenarias de la malicia. En ello radicaba su encanto.

Cuarto año de secundaria es un evento para cualquier jovencita y para Gaby no era menos. Su afán por conocer su entorno y esa eterna curiosidad que parecía no acabarse nunca generaban el rechazo de gran parte de sus compañeras, así no de sus compañeros que disfrutaban tan despreocupada compañía. Había sorteado relaciones amorosas cortas y casi infantiles, se divertía conociendo y desmenuzando a las personas pregunta por pregunta y esa risa particular hacía efervescer amores platónicos por doquier.

Su coquetería era natural, sin embargo no patinaba en lo vulgar. Su forma de vestir era distinta de las otras chicas y aunque recatada en ese aspecto, poco a poco su figura se iba rebelando por debajo de sus atuendos, imposibilitando así que bajos instintos también fueran creciendo a la par de ella.

El primer día de clases se aseguró situarse primera en la fila, a sabiendas de que un profesor nuevo rondaba el colegio. No por maldad lo hizo. Simplemente era así, le gustaba conocer de primera mano los acontecimientos. Pero ese día mientras esperaba junto a la puerta del aula, no esperó nunca esa jugada del destino y vio acercarse a ese joven silencioso, tal vez nervioso, que sonreía, vestía de negro como si a un funeral fuera y después de hacer la pregunta que en ese momento era tan obvia como incontenible (¿Usted es el nuevo profesor?) no logro explicarse lo que sintió cuando sus ojos la miraron. 

Admito que olvidé completamente lo que respondí, de hecho no sé si siquiera lo hice. Recuerdo completar la acción de abrir la puerta y permanecer en el marco mirando esos ojos que me interrogaban mientras la fila se saltaba a esta alumna que permanecía allí a la espera de Dios sabe qué. Comprendí que no había malicia en ella ni en su pregunta y comprendí enseguida el halo de odio que la envolvía pues conforme iban pasando sus compañeras la miraban con reprobación o malicia. 

No sé cuanto pudo haber durado la escena pero ante su congelamiento dije «efectivamente» acompañando mis palabras con un ademán que la invitaba a pasar. De reojo veía como cada quién tomaba su puesto en los pupitres y cierta algarabía se iba formando. 

La alumna permanecía allí, sonriente, tuve que comprender enseguida que esto no era bueno y con un tono más serio ordené «Adelante. Pronto empezamos». Y sí. Eso apenas acababa de comenzar.

Aunque pequeña, su cuerpo era tan armónico que no daba cabida a especulaciones estéticas. Gaby tenía para sí lo que muchas compañeras no y su atractivo físico era reforzado por su carisma e inocencia.

Un pacto mudo se fue formando mientras el profesor empezaba su charla académica. Había nacido una complicidad tan pronto como empezaron a intercambiar miradas. Un sentimiento extraño la envolvía, como a él.

Él no era el tipo de hombre que la atrajera, sin embargo algo había que la atraía y para él, ella era una alumna intocable como todas las demás, una barrera moral se imponía, sin embargo, ¿habría algo de malo en sobrepasar esa barrera?

La primera clase transcurrió con normalidad, dentro de los estándares de un primer día para un profesor nuevo. Preguntas y preguntas. Respuestas y respuestas. El profesor imprimía un dinamismo a la clase que apenas si se dieron cuenta que ya había terminado la hora. 

No obstante, retazos inolvidables de ella quedaron en él y esa intriga que nacía de algún lugar desconocido quedaba en ella. 

Al finalizar la clase ordené que abandonaran el aula y aquella pequeña morenita se despidió con una amabilidad tan extravagante que no pude corresponder sino con un ademán de saludo. 

No pude sacarme esa imagen de la cabeza, durante toda la clase estuve tratando de no mirarla y aún así la miraba y siempre la sorprendía mirándome extremadamente atenta y complaciente. Juraría que sabía qué tipo de dudas cocinaba en mí con el simple acto de observarme pero era tan confuso adoptar una posición respecto a ello que el resto del día se transformo en una especie de placentera tortura. 

Sin sobresaltos llegué al final de ese lunes. La próxima vez que la vería sería un jueves y aunque no estaba completamente obsesionado; una especie de expectativa se alimentó de mí el resto de la semana. 

Las otras clases no presentaban sobresaltos de este calibre. Las alumnas si bien eran, en algunos casos, directas en sus intenciones, carecían de misterio y gracia. Tampoco es que yo buscara de ello o lo correspondiera, simplemente lo observaba como un comportamiento natural hasta cierto punto. ¿Qué tenía ella? 

En la clase del jueves practicamos escritura libre, simplemente para evaluar el nivel de ortografía que manejaban y así afrontar desde algún punto los objetivos de cada uno. Ese día ella estuvo tan concentrada en su escrito que ni yo me di cuenta que me estaba concentrando en ella. Y aunque mi displicencia para este tipo de cuestiones es bastante pronunciada no escapaba a mi propio saber lo que sucedía. 

Algunos escribieron poemas, otros historias cómicas, ella escribió un cuento en prosa muy original que vino a amargar más la existencia de ese extraño fetiche que comenzaba a tomar forma. 

Gaby de alguna forma comprendió lo que sucedía. Por alguna razón le parecía tierno y encantador generar tal tortura en él. Con el paso de los días lo veía en los pasillos a la hora de los recesos y lo saludaba cariñosamente sabiendo y sin saber lo que hacía. Era un juego que se iba encendiendo en ambos en magnitudes diferentes: en ella era una pequeña llama que poco a poco va calentando el agua del caldero y en él era el cronométrico tic tac del reloj de una bomba de tiempo. Ella persistía. El se contenía. 

Conforme fueron pasando las clases el juego se había transformado en peregrinaje para los dos. Ella había alcanzado un nivel de amistad con él, aunque distante, bastante estrecha. Él había cedido a los encantos innatos de ella y le permitía un espacio de camaradería que sólo compartía con ella. Se consolido entonces una relación tan sencilla como peligrosa: un águila y una serpiente; un toro y un torero. Donde roles se intercambiaban algunas veces, siendo ella la que mayormente ocupaba la posición de ataque. 

Los saludos en los pasillos se extendían progresivamente, recomendaciones de lecturas iban y venían, enseguida dieron paso a las bromas, chistes y chismes. Todo en  una nube de peligro perpetuo. 

No sabría decir desde qué momento dejé de verla como una alumna. Cuando hablábamos fugazmente fuera del aula, solía acercárseme demasiado, podría hablarse de seducción, pero era tan sencilla e inocente en sus maneras que no alcanzaba a aseverar aquello como una insinuación. En las clases al avanzaba aún más e incluso se permitía deslizar caricias que compensaba (o esfumaba) con manotazos o pellizcos cuando se partía de risa. 

Cada día la comenzaba a ver diferente, con una malicia animal, comenzamos a hablar más a menudo en encuentros esporádicos y fortuitos que quizá planeábamos inconscientemente. 

Irremediablemente empecé contemplar su figura; sus perfectos labios, su piel que parecía revestida siempre de algún perfume celestial y un físico que empezaba a socavar bajos instintos. Instintos que consideraba extintos, instintos que esa pequeña de sonrisa encantadora insistía en invocar.

La situación se tornaba insostenible en varios aspectos. Esa pequeña llama ya empezaba a hervir el agua y aquel tic tac parecía acercarse más a su punto cero. 

Aunque no había pasión en los encuentros, la pasión estaba allí. Aunque no había intensiones en las palabras. Era evidente que la intención estaba allí. 

Gaby ya no podía negarse a sí misma la atracción que sentía y también sabía que en él el sentimiento era remotamente parecido. La tranquilidad implacable de él le obligaba (o permitía) ser a veces más atrevida. Sabía que él podría resistir los golpes de ese juego de seducción y también sabía cuánto daño le hacía.

Pronto se sorprendió imaginando que él rompía esa barrera imaginaria y la poseía. Pronto se vio presa de su misma tortura. 

Él, sabiendo de sus deseos contenidos también imaginaba sobrepasar esa barrera. Según la polaridad de esos encuentros fortuitos se imaginaba tomándola o siendo tomado por ella. 

El momento cumbre llegó a finales de año, el último día antes de vacaciones.  Ese viernes que los dos recordarían.

Este juego de inocente coquetería me hizo tentar a la suerte una vez. Ya que consideraba insensata mi fortuna, decidí idear un encuentro tan furtivo como íntimo con la simple excusa de que no tenía nada que perder. Una semana antes del final de clases entregué todos los trabajos del lapso menos uno: el de ella. Sus protestas dramatizadas y exageradas se vieron inmediatamente extintas cuando le prometí terminar de corregir sus trabajos y entregarle todas las notas en tiempo y forma. 

Sucedió así entonces; la última semana de ese año iban habitualmente pocos estudiantes, sólo los que tenían alguna prueba pendiente o quienes iban para recuperar asistencias. 

Como yo había cumplido al pie de la letra mi plan de evaluación, esa semana estaban todos libres, excepto ella, que en caso de querer (puesto que no estaba en obligación de hacerlo) pasaría a buscar sus notas y trabajos.

Confiando en mi escasa suerte, me presenté al aula y me senté en el escritorio a esperar. Sus calificaciones eran increíblemente perfectas y para hacer llevadero el tiempo me dispuse a releer sus textos. 

Con sus trabajos en una mano recorría el salón, cerrando persiana por persiana, imposibilitando la visión desde afuera. Abrí la puerta para dejar entrar un poco la luz de un Sol que se difuminaba: 5:30pm.

Volví a sentarme en el escritorio, concentrado en la lectura que a su vez me sorprendía que tuviera el poder de volver a atraparme. Terminé de leer un ensayo sobre la felicidad y me disponía a tomar otro de sus textos cuando la vi entrar. No me sorprendió verla sin el uniforme, era habitual que los últimos días de clases los alumnos que iban a buscar notas llevaran otro tipo de ropa.  Lo que sí me sorprendió fue ver que su figura era mucho más  definida de lo que hubiera imaginado hasta en mis peores pensamientos.  Llevaba un top blanco muy ceñido que ajustaba sus senos de una forma tan provocativa que fue para mí un esfuerzo sobrehumano no dirigir descaradamente mi vista a ellos. Su pantalón era efectivamente el del colegio, pero su vientre desnudo opacaba cualquier indicio de formalidad.

El pantalón se ajustaba perfectamente a sus piernas y sus nalgas que se presentaban en forma y textura tal cual como si desnuda estuviera. Sus brazos desprovistos de las mangas del uniforme escolar hacía concentrar la vista en la variedad de pulseras puestas en sus muñecas. Era un encanto a los ojos.

El siniestro parecía inevitable. Gaby, a sabiendas del ardid, se imagino a sí misma como tantas otras veces. Era la oportunidad perfecta de cruzar esa frontera construida tan de a poco. Ella entendió la postergación de la entrega de sus trabajos y realizó un berrinche dramatizado para disipar cualquier duda ajena a ellos. De hecho, a sus amistades aseguró que no iría a buscar aquellas notas sólo para evitar que alguno o alguna se ofreciera a acompañarla ese día.

Ese día se descubrió a ella misma como la seductora innata que era. Comprendió el nivel de pasión que había provocado y quiso vestirse para la ocasión. 

Antes de entrar al salón se aseguró que nadie la siguiera, que nadie la hubiera visto. Sólo quería unos ojos sobre ella. Sentía el cosquilleo que le generaba ser dueña del deseo de otro; era un verdugo feliz. Su corazón latía de prisa pero todo se desvaneció cuando cruzó el marco de la puerta, en ese salón donde de inmediato reconoció la intención de las persianas cerradas y eso la posicionó aún más en su papel de diosa de los placeres. 

Gaby no llego a ver que la observaban porque también ella estaba observando. ¿Cuando fue la última vez que vio al profesor tan formal? Sus atuendos enlutecidos eran el pan de cada día pero hoy parecía tan perfecto y coordinado: camisa negra de mangas largas aunque remangadas con aparente dejadez, pantalones de vestir negro con unas casi imperceptibles líneas grises y un cinturón negro que por alguna razón daba la impresión de abrochar toda la formalidad. 

Cuando terminó de estudiarlo ya al lado de su silla y apoyó una mano sobre su hombro, por costumbre. Sus senos quedaban a la altura de la cara de él, ella erguida, tan derecha como siempre parecía complacida de esa nivelación. 

El se volteó a mirarla, ella se acercó lo más posible; la fingida indiferencia de él le evocaba a fantasías de días y días anteriores y le permitía explayarse seduciendo por el simple gusto de saber hasta donde llegaría. 

Él sostenía los trabajos y daba las notas correspondientes, ella que sabía que todo era una excusa fingía seguirle la corriente. 

Gaby se inclinó, cual niña pequeña que intenta hablarle a un gatito, y empezó a hacerle preguntas sobre los trabajos, prácticamente susurrando en la oreja de él. Esta vez sintió cómo se quebraba. 

Cuando sentí su voz tan cerca de mí oído supe que todo estaba perdido. Hay instintos que no se deben socavar. Trata de sostener la elocuencia de mis palabras pero el esfuerzo fue en vano: había tartamudeado, quedado sin habla y al girarme para disculparme o proponer alguna excusa no pude hacer más que mirar sus labios, estaban tan cerca, ligeramente entreabiertos, perfectos. 

Ni siquiera me di cuenta que había puesto mi mano en su cintura. Es decir, no me dí cuenta cuándo esa orden fue aprobada por mi cerebro. Simplemente tuve conciencia de su piel bajo mis dedos, tan tibia y suave como hubiese siempre imaginado. Esa zona de su cuerpo estaba desnuda y tampoco entendí de dónde saqué las agallas para apretarla un poco y sentir como las yemas de mis dedos se deslizaban sobre esa cintura. Cuando tuve conciencia de ello, vi que sus ojos me miraban. Lejos de complacida o asustada, su mirada era de victoria. Era la mirada de quien se sabe ganador de la guerra. 

Sentí sus dos manos sobre mis hombros. No para apartarme sino más bien para acomodar mi silla hacia ella. En un movimiento la tuve sentada sobre mí. Su mirada de malicia se mantenía y yo no tenía plena conciencia de mis actos ni de mis respuestas. Contemplaba eso como un sueño.

A Gaby le causó un enorme gusto ver a su profesor perdido en las fauces de su propia trampa. Como General que ve volverse a su ejército en contra. Cuando se sentó sobre él, sonrió y adoptó esa cara de niña inocente mientras con sus manos acomodaba el cuello de la camisa de su profesor y paseaba su dedo índice en el pecho de él. Sus manos parecía que lo quemaban. Aunque en realidad permanecía helado o, más bien, contenido. Gaby quería saber hasta dónde podría resistir y empezó a preguntar cosas sobre las clases, acercando su cara de niña buena a él, al punto de que sus narices casi se rozaban. Veía en sus ojos ese deseo crepitando y eso le generaba un placer que ni ella misma comprendía. El profesor en un último esfuerzo llegó a responder, pudo mantener la voz, pero no sus manos tranquilas. Gaby se sorprendió un poco al sentir esas dos manos sobre sus nalgas que la apretaban con firmeza y la acomodaban más cerca de su querida presa. 

Sonrió con un poco de malicia antes de arremeter con un fulminante beso que confirmaba las intenciones allí implícitas. Mientras lo besaba, sus manos sostenían su cuello y meneaba su cintura a modo de péndulo, refregándose contra él para invitar aún más el deseo. Sus labios pronto humedecieron los de él, los mordía, lo miraba a los ojos entre pausa y pausa y le regalaba esa sonrisa de niña inocente al tiempo que acentuaba los movimientos de su pelvis. Le fascinaba tenerlo al borde la locura.

Aunque no comprendía muy bien hasta donde estaban llegando nuestros actos, poco me importaba ya. Apretaba con fuerza sus nalgas, acompañaba ese vaivén de pronto frenético, de pronto pausado. Sus labios se sentían aun más suaves de lo que parecían a la vista. Sentí su mano posarse en mi mentón y hacerme mirar hacía arriba donde pude ver el cielo que dibujaban sus labios el besar mi cuello. Besos intensos, certeros, húmedos. Es un punto extremadamente débil y ella arremetía con sus labios y su lengua sin piedad alguna. Yo suspiraba; sentía su lengua ir de un lado a otro, de pronto me regalaba un beso que parecía abrasarme la piel y enseguida sus labios recorrían un tramo hasta mi oreja manifestando así sus intenciones de matarme de placer. Podía sentir la textura de si lengua sobre mi piel, el rastro húmedo que dejaba y su aliento que dejaba adivinar una respiración acelerada. Mis manos subieron de nuevo a su cintura, por alguna razón su piel era más cálida que antes y su textura también era diferente. Disfruté unos segundos de acariciar su espalda hasta que sus manos soltaron mi cuello y detuvieron las mías. Hubiese entendido eso como un acto de rechazo si enseguida no me hubiese visto con esos ojos portadores de una malicia mucho más antigua que la trampa. 

Gaby había acertado en todos los pronósticos. Le excitaba enormemente sorprender cada paso de su profesor y cortarle todos los caminos para llevarlo de la mano al terreno que ella quería. De las manos precisamente lo sujetó fuerte mientras la fina tela de sus pantalones le dejaba saber que donde estaba sentada ya había crecido el deseo. 

Lo hizo entender con su mirada que ella tenía todo controlado mientras se deslizaba despacio, son apartar la vista de los ojos de su profesor. De pronto se vio de rodillas dominando la escena. Sólo entonces él se dio cuenta de la trampa. 

La alumna tan coqueta como pudo, sabiendo de su dominio, deslizó las manos por el pecho de su profesor, sin perder detalle des sus gestos. Puso sus manos en el cinturón, ese que había llamado su atención y lo desabrochó con una recién aprendida maestría. Podía sentir el fuego que encendía. Desabotonó el pantalón y deslizó su mano dentro, sintió enseguida el calor, la dureza y contextura de todas las ganas que ella provocaba. Él trataba de contener aun el aliento y ella sin perder tiempo comenzó a frotar con su mano por encima de la tela, tratando de avivar la tentación lo máximo posible. No fue esa buena alumna entonces, una _maldad_ pareció cubrir sus ojos y una imperiosa necesidad de portarse mal se apoderó de ella. 

Su mano entonces agarraba mi pene con tanta autoridad como destreza. Sentía la calidez de su mano que subía y bajaba asomándome a los confines del delirio. Era un poco irreal aquello. Sus ojos constantemente puestos sobre mí acentuaban en morbo y enseguida cuando sentí su lengua recorrer todo el largo de mi miembro para luego desaparecerlo dentro de su boca, hasta donde le permitieran las dimensiones… Allí me sentí perdido. Entregado. Vendido.

Con una seguridad otorgada por sus bajos instintos, Gaby se apoderaba de él lamiendo, succionando y lubricando su pene hasta más no poder. Cuando salía de su boca, lo frotaba con su mano mientras miraba al profesor que había perdido ya su lucha contra la mesura. Sus ojos ahora disfrutaban de verla, había descubierto el deseo en sus pupilas.

Cuando ella se dio cuenta de aquello, enseguida se vio tomada de los brazos y atraída hacia él. La puso de pie frente a su silla y alzó de un tirón el top que cubría sus senos, ahora erizados, con esos pezoncitos amenazantes que el profesor no dudó en probar. La abrazó de la cintura (él continuaba sentado mientras ella estaba de pie, entre sus piernas) y mientras ella acariciaba o, mejor dicho, se aferraba a su cabello, él lamía y besaba esos senos que tanto morbo daban a la vista. Los besos eran intensos, ávidos, húmedos. Él quería sentir toda la suavidad de esos pechos y la textura de los pezoncitos de su alumna que también se vió presa del contraataque. Sus manos ascendieron por su cintura hasta rodear sus buenos senitos y sentir esa agradable sensación, además de facilitar aún más la tanda de besos.

El también la miraba y veía cómo cada tramo que recorría su lengua en su piel, le generaba a ella un suspiro. 

Subió besando su pecho, devolvió los besos el cuello con sobrada intensidad hasta que por fin llegó a su boca a socorrer con besos esos labios que suspiraban un cariño. 

Gaby sintió cómo las manos de su profesor la tomaban de nuevo de la cintura. Él se puso de pie y enseguida la hizo girar, poniendo sus manos sobre el escritorio. El se posó detrás de ella, la hizo a un lado el cabello para besar a gusto su cuello mientras la abrazaba y acariciaba con sus grandes manos esos senos aún con algún rastro húmedo, se deslizaban por su vientre y desabrochaban el pantalón. 

Bajé besando su espalda, increíblemente suave, increíblemente sensible. Ya no era yo. Ahora mis manos se posaban con autoridad sobre su pantalón y tiraban de él hacía abajo. Ella trataba de mirar sobre el hombro mientras yo terminaba de sacar el pantalón de sus pies. En efecto, sus piernas eran igual de torneadas como lo adivinara momentos antes. Agarré firme sus muslos mientras los besaba con ganas, era tan suave que no podía parar de besarla, de extender mis besos hasta sus nalgas, era una delicia lamerla con tal descaro, con tal gusto.  Agarré de nuevo su cintura ahora para quitar de una vez su ropita interior y me dio un zarpazo que aún recuerdo.

Como si hubiera activado algún recuerdo de defensa, Gaby sacó fuerzas de donde menos pensaba y manoteo las manos de su profesor. No para huir sino para sentarlo de nuevo en la silla.  Un poco aturdido el profesor se sentó y comprendió de nuevo quién llevaba las riendas del asunto. En realidad ella le había cedido el mando un momento. Al sentarlo, ella misma se desnudó frente a él, disfrutando de ver cómo la veía. Se acercó de nuevo ya estando desnuda y se volvió a sentar sobre él. Con una mano sostuvo su cara para mirarlo y con la otra guió el pene hasta donde hace un tiempo estuvo deseando. Cuando ya lo tuvo bien dirigido se fue sentando poquito a poco. Él de pronto sintió la calidez, la humedad, el gusto… El profesor posó su mano sobre la parte trasera de la cabeza de ella, tomándola del cabello y ella devolviendo el gesto se aferró a él con ambas manos. Cuando lo tuvo todo dentro, comenzó con un lento vaivén que ascendió a rápido más pronto que tarde. Las ganas de ambos se traducían en húmedas y ese sonido líquido que se escuchaba en cada sentada y anunciaba cuán adentro lo tenía ella, se intensificada rápidamente. Sus labios se rozaban, ambos suspiraban, ella aceleró el movimiento de su cintura, se sintió muy rápido al borde del vacío, sentía cosquillas en todo su cuerpo, incluso podía sentir el roce de sus pezoncitos erizados contra la camisa negra de su profesor. Le urgía jadear, gemir o maldecir. Al cénit la llevaron unas manos que apretaron sus nalgas y la ayudaron a acelerar su movimiento de péndulo y ya el placer para ambos era imposible de ocultar. Ella sintió cómo se corría, cómo su cuerpo llegaba al éxtasis. Maldijo para sus adentros porque quería matar primero. Pero sus ganas eran más fuertes y acabó aferrada al cabello de su profesor, mientras se arqueaba y se contraía, tratando de manejar sus espasmos. El profesor, que también estaba al borde del abismo, entendió lo sucedido y procedió de forma rápida a levantarla en peso y girarla. 

Después de que la tuve de espaldas a mí, no me contuve. La volví a sentar, encajándosela hasta fondo. La eché toda hacia atrás de manera que su cabeza reposara en mi hombro. Pequeños gemidos suspiraba ella y cuando la tuve así, la volví a abrazar, mientras le besaba los hombros, el cuello, su orejita; empecé a empujársela yo. Fuerte, con las ganas que hacía tanto le tenía y sintiendo cómo me iba envolviendo en ese halo implacable de placer. Al oído le decía en vos baja lo mucho que la deseaba y lo mucho que me encantaba toda ella. Sus senos se estremecían en cada embestida, tomándola de la cintura la hacía subir y bajar asegurándome de subiera casi hasta la puntita y luego bajara con todo su peso hasta metérsela toda, el ruido ocasionado por nuestros cuerpos se intensificaba más y más. Podía sentir lo cerca que estaba de acabar, era inevitable. 

La abracé fuerte, con mis manos sobre sus buenos senitos y sentir cómo en las últimas embestidas, llegaba al cielo. 

Ella, sintiendo, se afincó sobre mí y empezó a mover su cintura en un pequeño círculo, afincando cuanto podía su cuerpo al mío. Creo que alcance a morder su espalda mientras acababa, mientras la llenaba a placer… 

Ella seguía con sus movimientos y me estremecía aún más. Veía puntos de luz, el placer era inexplicable, incalculable. En ese momento volví a sentir el olor de su pelo, su voz pregunto algo que no recuerdo giro su cabeza para besarme. Su mirada de niña buena había vueltos, sin embargo, rastros de una sonrisita malévola permanecían. Se giró un poco y se acurrucó contra mí. 

Y yo me quedé manejando la teoría de que tal vez hay un cielo de donde los ángeles escapan sin encontrar de vuelta su camino.

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2 respuestas

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