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febrero 19, 2017

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PRIMERAS LECCIONES DE SEXO EN LA VIDA

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Siempre fui una chica precoz. Apenas tuve nunca la sensación de pertenecer a nadie ni ser objeto de posesión de ningún chico. Emergía mi vida de un modo desinhibido entre los descubrimientos placenteros que ésta ponía a mi alcance: sus primeros besos, los incipientes tonteos o esa primera saliva que probamos tras unos labios que dicen mucho mientras callan tanto. En esos años yo andaba por las diecisiete primaveras. Vestía camisetas ceñidas, camisas abiertas y falditas de colegio privado que iban escaseando de largo proporcionalmente al crecimiento ancho de mis caderas. Los calcetines altos, gruesos y oscuros, redondeaban el aspecto infantil. Un infantilismo virtual, pues las miradas libidinosas, de las que a veces me percataba, evidenciaban una realidad completamente distinta.

 

Notaba que mi cuerpo cambiaba. Discutía con mi madre por cosas banales o que apenas tenían importancia. Para ella, claro. Cuando me notaba las tetas apretadas es que ese sujetador se me estaba quedando pequeño. Me lo quitaba cuando salía de casa y evitaba así la molestia para toda la mañana. Con las braguitas no podía hacer lo mismo. Se me clavaba la goma en la ingle o me las debía de sacar del culito y andaba todo el día con las manos bajo la faldita. El refunfuñe de mi madre era constante.

 

Era una chica de metro setenta, pelo negro azabache y ojos marrón oscuro. Mi carita afilada me confería un aspecto hollywoodense propio de las actrices de la época, o al menos eso me decían las amigas que decían envidiarme. Esas mismas amigas cuyas quedadas en sus casas servían para iniciarnos en el conocimiento masculino, esa sabiduría tan vetada a nosotras en aquellos días. Hablar de chicos era el pan nuestro de cada tarde, esas tardes cuyo provecho inicial estaba asignado a las matemáticas o algún trabajo por acabar en ciencias naturales.

 

Yo siempre tenía, según mis amigas, varios pretendientes tras mis pasos. Por sus chanzas, estaba considerada como una de las chicas top del instituto y eso me otorgaba el honor de poseer una lista de pretendientes absolutamente inimaginable. Nuestra clase era de chicas y estábamos separadas de los chicos. En aquellos años aún se estilaba nombrar a los colegios por si juntaba o separaba a los alumnos por sexo. El nuestro no era mixto. Sinceramente me daba igual. Es más, confieso que entonces no me llamaban la atención los chicos de mi edad y mucho menos aquellos recipientes de testosterona cuya atención principal estaba centrada más en el fútbol que en las tetas.

 

En una de las últimas discusiones con mi madre salió a relucir mi aspecto, según ella, un tanto descuidado y desaliñado. Afirmaba mi progenitora que comenzaba a tener un aspecto de mujer y debía empezar a cambiar mis hábitos para no acabar siendo una guarra (literal). Debía depilarme, cepillar mi pelo con mayor asiduidad, algo de crema por las piernas y el cuerpo tras las duchas y darme algo de color en la cara antes de salir a la calle. Lo de dormir tantas horas empezaría a ser una leyenda urbana por la faena que suponía tanto acicalamiento. Ella misma se ofreció a instruirme en tan nobles actitudes mientras yo creía palidecer y morirme de la vergüenza. Acepté claro, pero a cambio de una suculenta regeneración de mi ropa interior y algo de fondo de armario, el cual languidecía entre alguna camiseta de color distraído y cierto tejano herrumbroso cuya jubilación llamaba a su puerta. “¿Había que cambiar? Pues hagámoslo bien”, pensé para mis adentros.

 

Tras unas semanas de adoctrinamiento materno, y paciencia por mi parte, le empecé a coger el gustillo a eso de ponerse guapa. Mi madre. Así mismo, cumplió la promesa y rellenó mis cajones con lencería bonita, algún encaje y braguitas de modelos desconocidos para mí hasta entonces. Avanzaba el año, el curso y el buen tiempo y todo el mundo loaba mi cambio radical. Hasta mi tío, un señor casado con la hermana de mi madre, me volvía a mirar después de años diciéndome lo guapa que estaba sin quitar la vista de mi generoso busto. Lo cierto es que en ese paso hacia mis dieciocho años sí que empecé a notar ciertas muestras de admiración por parte de chicos mayores que yo mientras paseaba por mi ciudad.

 

Mi experiencia sexual a esas alturas se reducía a unos morreos y cierto arrime de cebolleta con un chico bastante majo durante una fiesta escolar una año y pico antes. Recuerdo su obsesión por meterme la lengua en la boca y como una de sus manos no paraba de bajar hacia alguno de los lugares prohibidos en ese tipo de situaciones y edades. Noté, además, cierta dureza en sus pantalones cuando se acercaba demasiado a mí. Algo duro e incisivo se apretaba contra mis muslos, pero bastaba con separarse un poco para alejar esa molestia. Por otro lado, evidentemente que una ya sabía cómo eran esas cosas que crecían en la entrepierna masculina y que si las agitabas rápido y con la mano te escupían. Era todo muy idílico y formal.

 

Una mañana me desperté con algo de calor. Miré el reloj y comprobé que aún quedaba una hora para irse a la ducha y partir hacia el colegio. Fui al baño y a la vuelta me acomodé para seguir durmiendo ese ratito más. Seguía el sofoco. El calor venía de abajo. Recordé haberme depilado la tarde anterior y la parte superior de mis muslos estaba algo irritada. Cogí el bote de crema y, como disponía de tiempo, me apliqué un poco en las manos y me la extendí con cuidado. Con mis piernas abiertas estaba en la cama mientras mis manos en círculos masajeaban la zona irritada. El calor seguía y los dedos buscaron las ingles suavizados por la crema. Al pasar una de mis manos por encima de las braguitas noté que el origen del calor era mi coñito. Mi vagina ardía y mis dedos empezaron a abrirse paso entre mis bragas para introducirse uno y luego dos en su interior.

 

Estaba chorreando. Recuerdo recoger mis braguitas empapadas del suelo. No es que no me hubiese masturbado con anterioridad, pero aquella mañana se me fue la vida por la garganta en tres ocasiones. Jamás había notado tanto calor en mi fuero uterino hasta aquel día. Es más, aquella sensación pasó a ser de lo más habitual y me masturbaba al menos un par de veces al día. Esto debía debatirse en le grupo de amigas, por supuesto. Era una cuestión de vida o muerte. Y en todos los grupos de amigas afines hay siempre una que sabe más de casi todo que las demás. En este caso, Miriam (que así se llamaba la afín), se encargó de ponerme al corriente de lo que me estaba pasando y vino a decirme que mi conejo había empezado a cansarse de que lo acariciasen y empezaba a pedir zanahoria. Empezaba a necesitar polla.

 

Varias semanas después, entre confesiones afines y masturbaciones frenéticas, llegó el esperado final de curso. Y la planificación de las vacaciones. Ese año mis padres comentaron que las vacaciones serían en el mes de julio por temas laborales de mi padre y que iríamos a pasarlas al pueblo junto al resto de familia. Chasco al canto. Este año no habría playa y tocaba pasar tres semanas junto a mis primos, comer en mesas con niños más pequeños que yo y aguantar los comentarios familiares respecto a mi cambio de adolescente a mujer. Vamos, todo muy entrañable. Y llegó la fecha. Nada más llegar besos, arrumacos y saludos generalizados con atrasos de varios años, pues hacía alrededor de cinco que no veía a algunos de los presentes.

Al que me costó reconocer fue a Bruno, un primo adoptado por parte de mis tíos cuya edad andaba ya por los veintidós, según entendí. Era de raza negra y origen africano. Alrededor de metro ochenta y cinco, cuerpo muy formado y una sonrisa blanca radiante. Tenía unos labios gruesos y el pelo rizado que le conferían un aspecto varonil muy adelantado para su edad. Algo hipnotizó su mirada con la mía y fueron pasando los primeros días de estancia en la casa. El pueblo no era muy grande, así que las salidas acababan siempre en los dos o tres lugares de moda cuyas terrazas se abarrotaban en esas noches de verano. No aprecié nada extraño en el comportamiento de Bruno, pero es cierto que casi todas las noches terminábamos juntos, con más amigos, charlando de cosas banales. No me disgustaba su compañía y se mostraba conmigo de un modo muy agradable.

 

Una noche, en un pueblo vecino, estábamos como de costumbre y salió el tema de parejas, líos y novios en general. Él me dijo que había estado con un par de chicas pero nada serio y yo expliqué mi soltería más total y absoluta. Entre tanto, pasamos al interior de un pub en el que sonaba música tranquila y nada más pedir un par de consumiciones me pidió bailar. Acepté encantada. Noté enseguida que no era la primera chica a la que Bruno cogía para bailar. Sus manos asían mi cintura y espalda con firmeza y me hacían sentir segura. Estaba muy a gusto. En una de esas, pasó su mejilla junto a la mía y nuestros labios se rozaron, pero un chispazo eléctrico hizo repelernos hasta reírnos de la situación. Entre risas nos quedamos mirando y lo siguiente que recuerdo fue abrir los ojos con nuestros labios fundidos en un beso celestial que me hizo humedecer.

 

Cinco minutos después nuestras bocas seguían unidas mientras mi lengua buscaba la suya y viceversa. Sus manos apretaban mi cuerpo al suyo y mis brazos buscaban su cuello, al cual me agarraba para no caerme. Salimos de la pista y nos sentamos tras unos butacones algo apartados del centro del bar. Su boca buscó de nuevo la mía y esta vez no hubo risas. Un par de horas después, y volviendo en el coche hasta nuestro pueblo, hablábamos de lo sucedido. Yo iba chorreando y él me contaba lo mucho que deseaba seguir besándome, que se había fijado en mí nada más verme llegar, que le ponía muchísimo y que le parecía guapísima. Yo le escuchaba embobada mientras sentía palpitar mi entrepierna. Recordé entonces aquellas calenturas de meses atrás y el origen por el que, según mi amigable afinidad, sentía tanto calor en mi estrujado coñito.

 

Nunca me había fijado en la anatomía masculina, pero me pareció apreciar que al llegar al pueblo, tras bajarse del coche, su pantalón mostraba una prominente erección, visible al pasar junto a mí. Subiendo de camino a casa me dijo si podíamos seguir con ese ratito de intimidad una vez arriba. Iba a decir que no, que por esa noche ya había bastante, pero hablaron mis labios de abajo y salió un “claro, me encantaría…”. Tenía mucho miedo. Era la primera vez que estaba con un chico en serio, no dispuesta a todo, pero sí con ganas de frotarme con él y que me comiera algo más que la boca. Pero aterrada ante lo novedoso de la situación. Claro que había hablado con mis amigas de lo que se hace, cómo debes acariciar, qué te hará el chico…pero aquello era diferente. Muy diferente.

 

Entramos en la casa y ya iba dejando el bolso por ahí de cualquier manera cuando oímos ruido en la cocina. Nuestros padres y parte de la familia estaban en casa y no fuera, como era costumbre durante las vacaciones salir a cenar y llegar tarde. Nuestro gozo en un pozo. El calentón era importante y así me lo hizo saber con su mirada. Yo, por mi parte, ahogué mis gemidos con la almohada durante un par de horas con una mano en el clítoris y dos dedos entrando y saliendo de mi encharcado coño. No podía detenerme. Sobre las tres de la madrugada salí hacia el baño. No podía quedarme dormida de ese modo, con las manos oliendo a feromonas y mi entrepierna chorreando hasta las nalgas. Cuando llegué al aseo vi que la luz estaba encendida. No sabía quién estaba dentro y me metí en un cuarto de al lado, me senté sobre la cama y esperé a que éste quedara libre. Nadie me vería mientras esperaba. Y sonó el pestillo, se abrió la puerta y salió Bruno, cubierto tan solo con un slip y se dirigió hacia su cuarto. Reconozco que me quedé cinco minutos repasando lo que acababa de ver. Su cuerpo prácticamente desnudo se paseó ante mí, pero mis ojos no podían dejar de mirar el paquete que a contraluz se mostraba ante mí. Nunca había tenido una polla en mis manos, pero aquella debía ser grande.

 

Al día siguiente, ya con los ánimos (y mis bajos) más calmados, volvimos a vernos durante la noche. Me reconoció que se quedó con ganas de más y que hubiera ido a mi cuarto de no ser por estar entre familia. Seguimos con el juego, con los besos, arrumacos y alguna caricia que se escapaba por su parte a la que yo no oponía resistencia. Saliendo a dar un paseo le comenté lo visto la noche anterior y se quedó algo parado, como cortado. Se sinceró y me explicó que se había levantado para desahogarse en el baño, pero que con tanta gente en la casa le daba corte y acabó saliendo sin expulsar todo el rencor acumulaba. Se acercó, me besó y pude apreciar entonces su alegría de tenerme cerca. Noté toda su erección en mi ombligo. “Cómo me gustaría tenerla en mis manos…”, pensé, pero se adelantó a mis pensamientos y, tras cogerme de la mano nos dirigimos hacia el coche.

 

Arrancó y salimos del pueblo. Unos pocos kilómetros más adelante se apartó de la carretera y estacionó junto a un camino de tipo forestal. Pasamos al asiento trasero y empezaron los besos y caricias de verdad. El calor de mi chochito iba en aumento. Sus manos se habían apoderado de mis pechos bajo mi camiseta, gemía por sus caricias, su lengua inundaba la mía y mis manos abrazaban su pecho hasta que una mano suya acompañó a la mía y la guió hasta su pantalón. Temblaba. Era la primera vez que iba a tener una polla en las manos. Me pidió que lo ayudara, que se había quedado muy jodido la noche anterior mientras se desabrochaba los pantalones y mostraba una tremenda erección ante mí. Tenía delante una polla de verdad, tremenda, gruesa, larga, circuncidada, algo húmeda y brillante. Tras agarrarla con ambas manos su capullo sobresalía ligeramente por encima.

 

Tras notar mi inexperiencia me guió con su mano y empecé a masturbarlo. Mis dedos se mojaban con su líquido seminal que se desprendía de su glande cada vez más grueso y palpitante. Entonces me pidió que se la mamase. Tan absorta estaba que dudé unos instantes y mi boca se venció sobre aquel húmedo barrote. Mi boca abrazó su polla, mi lengua jugó con su capullo hinchado, su sabor algo salado se entremezcló con mi saliva aunque para nada desagradable cuando, un espasmo de su polla anunció su primera eyaculación. Un borbotón grueso, blanco y espeso atravesó mi lengua y se posó en mi boca. Era bastante dulce y dejé mi boca para que terminara de escupir. No conté el tiempo pero acabé abriendo la puerta para echar todo su caldo fuera. Mi boca se relamía entre la fantástica viscosidad de los restos de su semen.

 

Mi raja ardía en ebullición. Todo mi sexo era una fuente de calor inagotable. No sabía cómo ponerme para mostrarle lo absolutamente salida que me encontraba. Me besaba despacio, como con miedo de dañarme, cuando lo que yo ansiaba era que me rajara de arriba abajo, mordiera mis pezones, abriese mis piernas y empujara su polla dentro de mi hasta partirme en dos. Sin experiencia en relaciones sexuales estaba aprendiendo a reconocer lo que quería, cuándo y cómo lo deseaba. Una mano suya soltó el candado de mi pantalón, aflojó la cremallera, levantó mi pelvis y deslizó mis pantalones hasta los tobillos. Con un gesto cariñoso abrió mis piernas, leyó el miedo en mi cara mientras me besaba suave, lento y susurraba que no tuviera miedo. Mandó mis braguitas junto a mis pantalones, elevó mi pelvis y pasó un par de dedos por mi fuente alimentada por el deshielo.

 

El hormigueo de placer ascendía hasta mi boca que entreabierta jadeaba, pedía, imploraba que le diesen más. Bajó su boca hasta mi ombligo y recorriendo a besos mi pubis posó sus labios en mi mojado coñito. Sentir su lengua en mi clítoris, la primera lengua de mi vida, fue una descarga de alta tensión que me hizo jadear con fuerza. Instintivamente arqueaba mi espalda, levantaba mi culito dejando cada vez más expuesto toda mi raja ante su boca, cuya lengua encontraba mi orificio aún virgen. Sentía como su boca chapoteaba con mis flujos, su lengua encontró mi clítoris y esta vez no lo soltó. Lo abrazó con sus labios mientras lo golpeaba con su lengua constante y reiteradamente. Aquello fue suficiente. Exploté en un orgasmo brutal mientras llenaba toda su boca de caldo.

 

Mientras recuperaba la cadencia respiratoria él descansaba su cabeza en mi agitado abdomen. Mis manos recorrían su áspero cabello y sentía descender de nuevo a la tierra tras haber volado sin paracaídas desde una nube de placer. Una hora después recompusimos la figura y volvimos a casa. El recorrido fue silencioso, demasiado tranquilo para lo que había ocurrido una hora antes, como si hubiera que explicarse algo sobre lo ocurrido o darnos explicaciones. Yo me encontraba en la gloria y deseaba repetir en las noches siguientes. Por fin había probado un hombre. Había comprobado el placer en mis carnes sin tocarme yo misma y me demostré que podía devorar el instinto asesino de la entrepierna masculina y descargar su necesidad. Es más, me había entusiasmado y ansiaba llegar más lejos. O más profundo.

 

Al llegar a casa nos despedimos con un cálido y apasionado beso. Mi boca intentó aquella noche mantener el sabor de hombre, de virilidad, de macho que acababa de probar. Había empezado a caminar por la senda del sexo y aún me faltaba la traca final. Quería follarme a ese hombre que me había dado muchísimo placer, que me hiciera el amor, suya, en definitiva. No sé adónde nos llevaría todo aquello. Supongo que a ninguna parte. Él vivía a 500 kilómetros de mí y tampoco esperaba un amor verdadero tras aquella relación de verano. Quería y deseaba convertirme en mariposa. No volvimos a tener sexo en los siguientes días, él se marchaba y dejamos las cosas inacabadas. Demasiada familia y compromisos. A mí, por lo menos, ya me estuvo bien.

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3 respuestas

  1. nindery

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