Mi nombre es Mica. Soy argentina y tengo 21 años. Castaña clara, de ojos color miel y, según dicen, buena figura, sobre todo por mis lolas y mi cola que aunque no es tan voluminosa, sí es bien firme. 

Desde adolescente me gustó mucho un tipo definido de hombres. Esos bien atléticos, masculinos, de físico trabajado y marcado (aunque no al punto de un físico culturista; esos extremos ya no son de mi agrado) y habilidosos e intensos a la hora de la acción, si entienden a qué me refiero. Siguiendo esas características, los rugbiers fueron siempre mi debilidad. Sus espaldas anchas y brazos fuertes, perfectos para los abrazos. Sus pechos y abdomenes marcados y duros como piedras. Sus nalgas bien redondas y firmes, para agarrarse con fuerza de ellas mientras te hacen suya, y que además dejan poco a la imaginación con sus shorts deportivos. Y sus muslos fibrosos y fuertes, que son indicio de la fuerza con la que pueden darte placer.

Desde hace más o menos un año y medio, cuando tenía 19, me puse de novia con uno, Tomi, y aún seguimos juntos. Tomi sabe que es lo mejor que me pasó, pero no sabe que la razón de que lo sea es haberte abierto las puertas a mis fantasías más ocultas con mis hombres favoritos: los rugbiers.

Tomi tenía en ese momento 20, apenas un año más que yo. Es dentro de todo alto. Ojos verdes, morocho, de muy linda sonrisa y mejillas apenas rosadas, como si estuviese la mayoría del tiempo ruborizado. Tiene un físico bastante trabajado, muy buena cola y un bulto que me voló la cabeza desde que se lo fiché por primera vez al acompañar a mi mejor amiga a ver un partido. En la cama es un profesional, sabe exactamente cómo hacer gozar a una chica. Pero, a pesar de todos estos buenos datos, mi adicción por los rugbiers fue mayor que mi satisfacción a la hora de llevarme a la infidelidad.

Voy a contar la primera de estas aventuras en la próxima parte de mi relato: Mi adicción por los rugbiers (II). Conociendo a mis cuñados rugbiers.

Espero que sigan leyendo y disfruten los relatos que se vienen. Comenten.