Por
Anónimo
La mucama [H31]
Ella, se mantuvo atenta conmigo y nos escribíamos casi todo el día. Cuando le dije que empezaba a sentirme mejor y que quería retomar mis actividades, se mostró un poco más atenta que de costumbre y preguntó si podía echarme una mano.
Aunque siempre he sido alguien con altos estándares de limpieza altos, imaginar que también había pospuesto esos menesteres desató mi pereza. Decidí proponerle que me ayudara a limpiar y aprovechar el día para luego comer algo juntos, pues también me hacía falta la compañía humana.
Aceptó y sólo avisó que llegaría al día siguiente por la mañana. Yo desperté mucho mejor de lo que esperaba, así que decidí empezar el día un poco antes de lo planeado. Me bañé y encendí la computadora para contestar algunos mails mientras desayunaba, planificaba el resto del día y arrancaba con los preámbulos de la limpieza. Luego de unos minutos, me interrumpió su mensaje anunciando que acababa de bajar del taxi y exigía que le abriera la puerta.
Pasó y me saludó muy normal, como siempre. Por un segundo me pregunté por el sobretodo que vestía en medio del clima más bien veraniego. Dejé pasar mi pensamiento, pues de inmediato entró al baño y me volví a distraer con los mails que estaba respondiendo y la anfitriona idea de ofrecerle un café.
Volví a escuchar su voz anunciando que iba a empezar con las labores de la limpieza. Aún un poco distraído, comencé a escanear el departamento tratando de enlistar todo lo que había que hacer para hacerle segunda en la tarea, cosa que interrumpí cuando mis ojos se posaron sobre su figura. Salía del baño mientras botaba el sobretodo y su bolso en un rincón cercano, mientras se disponía a esas labores de limpieza. Lo que me sacó el aliento fue lo que descubrió la ausencia de la disonante prenda. Recorrí su figura desde el punto más bajo, donde encontré unos tacones blancos que continuaban su estela a través de unas medias del mismo color, que envolvían sus piernas levemente bronceadas y bien firmes. La fina y traslúcida tela terminaba abruptamente en un liguero que apenas podía abrazar sus muslos.
Luego de un trecho de piel me encontré una diminuta falda negra que apenas cubría sus caderas. La caída de la tela daba una sensación de ligereza, y cada movimiento registrado dotaba a la prenda de una leve intensión de levantarse para develar sus secretos, particularmente cuando de cubrir sus nalgas se trataba. Continué subiendo y el corsé negro que ya esperaba encontrar a continuación moldeaba su torso de una forma exquisita. Apenas contuve las ganas de tenerla directamente en mis brazos para deleitarme con el tacto de su carne. Casi caigo cuando observo que la prisión que la tela formaba alrededor de sus pechos, redondos y aparentemente bien dispuestos hacia mí, se volvía transparente para derretirme con la visión de sus pezones ya levemente erectos. Al final, unos largos y traslúcidos guantes blancos hacían juego con toda su figura.
Ella levantó su mirada para encontrarla con la mía y luego, con la mayor naturalidad, reanudó su labor, casi ignorándome. Completamente confundido sólo alcancé a decirle que iba a apagar la computadora para ayudarla. Ella tranquilamente sólo me indicó “Sigue con lo tuyo y luego si necesito, me ayudas”. Obedecí no sin antes sentir agolpada mi sangre en el corazón, flaqueza en todo el cuerpo, un vacío infinito en el estómago y un diamante entre las piernas.
Regresé a mi puesto de trabajo completamente descolocado. Gracias al tamaño del departamento, bastaba un estirón o la excusa de rellenar el vaso con agua, podía encontrarme nuevamente con aquella figura que hacía algo tan banal como la limpieza, un verdadero espectáculo erótico. Cada movimiento suyo agitaba la faldita, terminando de desnudar sus piernas, mientras sus pechos bamboleaban de un lado hacia otro. A pesar de mis ganas de estrujarla contra la pared y clavarle mi hombría hasta la saciedad, era igualmente placentero aquel espectáculo.
Mi deseo no sólo hizo más que aumentar cuando ella se inclinó a recoger un pequeño papel que yo había abandonado en el suelo en algún momento de la semana. Mientras su mano llegaba al suelo, la faldita negra reveló el magnífico tesoro. Me encontré entonces ante sus nalgas carnosas, que devoraban con la misma indecencia con la que yo la estaba soñando, una tanga negra. Ese pequeño hilo que desaparecía antes de rozar su ano y su vulva casi me provoca un infarto.
Al incorporarse, ella notó mi presencia y sólo me miró por un par de segundos para continuar con su labor. Apenas alcancé a sonreír y regresé a la computadora, tratando de fingir la misma naturalidad, pero ya completamente fuera de mi propio control. Planeaba ya mi siguiente movida.
“Creo que tardaré un poco más”, le advertí para que se previniera y presupuestara continuar con su espectáculo. “No te preocupes, yo aquí sigo”, me contestó, casi altanera. Mi postura trató de responder con orgullo, pero volví a mandarlo todo al carajo cuando se cruzó nuevamente en mi campo de visión. Ya la miraba descaradamente y ella lo notaba. Casi cada segundo que ella pasaba frente a mis pupilas era una eyaculación que la bañaba y la marcaba como mi nuevo y más preferido juguete sexual.
Gracias a que mi habitación era lo más desordenado, la danza lujuriosa de la mucama se prolongó. Aproveché un momento de locura total y mi mano rozó la piel desnuda de su pierna, que delató su excitación al erizarse de inmediato. Sabía entonces que a pesar de mi impavidez, ella ya era prácticamente mía, por lo que repetí mis caricias en cada ocasión, un poco más atrevidas en cada momento. Coroné mi jugada cuando ella estaba por dirigirse a otro lado del departamento, y la palma de mi mano se posó sobre sus nalgas, apretándolas un poco apenas sentirlas. Ella se detuvo apenas un segundo y continuó como si nada.
Ya estaba completamente fuera de control. Después de perderla de vista me levanté de la silla y fui por ella, completamente decidido. La encontré acomodando un cuadro, y aproveché para arrodillarme y apartar la poca tela para empezar a comerme su culo. El pequeño salto que dio al sentir mis manos, y luego mi lengua explorando su ano me indicó su sorpresa, pero cuando se inclinó hacia atrás y me ayudó a separar sus carnosas nalgas, supe que ella ya también ardía de deseo. Saberla lujuriosa me excitó como nunca.
Sus gemidos, convertidos poco a poco en los aullidos de una mujer que está encarcelada por un orgasmo demasiado prolongado, y la humedad de mi saliva que ya bajaba por sus piernas para depositarse en su liguero me motivaron a arrancarle la tanga. Me desnudé de inmediato y tomé sus manos para inmovilizarla, mientras mi pene se abría paso entre sus nalgas, torpemente pero con una aparente naturalidad por la previa lubricación. Empecé a bombear justo como había fantaseado la hora y media previa. Ella apretaba el culo y gemía al ritmo de mis penetraciones. Me olvidé completamente y aumenté la velocidad con la clara intención de inundar sus entrañas con mi semen. Luego de eyacular manifesté mi propiedad sobre su carne y dejé mi verga dentro, mientras mis manos acariciaban sus pechos y sus manos mi cabello, ambos aún contra la pared.
Traté de incorporarme para, sin variar nuestra posición, besar sus labios. Ella, también impaciente por sentir mis labios, acompañó el lascivo sonido de nuestras bocas con más contracciones de su culo, que ya detectaba la flacidez de mi pene y hacía lo posible para evitar el fin de aquella espiral de pasión.
Saqué mi pene victorioso, pero aún a media erección. Adiviné su deseo y terminé de desnudar su torso, mientras ella acariciaba la vara de carne que tenía enfrente. Se arrodilló y empezó a lamerla, reconociendo cada uno de los centímetros de su longitud, encendiendo todos los poros y terminaciones nerviosas. Lo ensalivó con su lengua y después lo depositó en el fondo de su garganta. Aumentó y disminuyó su velocidad varias veces, mientras sus manos buscaban mis testículos y yo le regalaba mis gemidos de animal.
Finalmente alcancé su nuca y jalando levemente su cabello le indiqué que se incorporara. La tiré sobre la cama y recorrí en una caricia rápida sus piernas, aún parcialmente cubiertas por sus medias para posarlas sobre mis hombros. La vista de esa mujer sometida por mi era fabulosa. Deslicé lentamente mi pene dentro de ella, quería descubrir absolutamente toda su profundidad y dejarla marcada por mi verga. Bajé la planta de sus pies para que hicieran contacto con mi pecho y aprovechar el ángulo para ejecutarla con mi penetración. Mis manos se aferraron a sus piernas y continúe disfrutando de su vagina por cada centímetro de mi erección. A pesar de que ardía en deseo, nunca bajé la velocidad, ni siquiera cuando ella me lo rogó. El roce de nuestras pelvis y el frío que sentía mi glande al abandonar por completo el interior de ella me hacían querer prolongarlo hasta el fin de los tiempos.
Incluso esa serenidad podía ser mortal. De eso me di cuenta cuando los ruegos de una penetración salvaje se convirtieron en unos gemidos ahogados y una respiración agitada que culminó en un grito lujuriosamente ensordecedor. Su cuerpo empezó a relajarse y las sensaciones en el mío apenas iniciaron. Quizá ya también exhausta, pero mi verga empezó a palpitar cuando salió completamente de esa deliciosa vagina, y cuando el glande volvió a sentir el calor de la carne, se volvió loco y mi pene ni siquiera esperó a sentir el fondo de aquel pozo de placer para liberar su carga espermática. Salí empapado y me recosté junto a ella.
Luego de recuperar el aliento decidimos terminar de ensuciar la cama para aprovechar que la mucama estaba en servicio…
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Una respuesta
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