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"Una zorra ninfomaníaca debuta en su nuevo escondite junto a su compañero de habitación."
Tras haber estado más de un mes buscando y buscando, la pareja de caninos se había enterado de la existencia de un hotel de media estrella en las afueras de la ciudad, en el otro extremo de su terreno, cerca de un barrio peligroso en el que los drogadictos y los pandilleros frecuentaban encontrarse, y en muchos casos, discutían y se peleaban por dinero. La policía rara vez intervenía en los alrededores por temor a que algún sicario los interceptara.
Aunque la zorra había estado apartada de su pareja por más de ocho años, reencontrarse con él fue lo más emocionante de su vida. Ella se sentía como una basura al haberlo dejado a la deriva durante tanto tiempo, empero tenía una buena justificación para ello. Le había convenido mantenerse lejos de él para evitarse problemas legales y un enjuiciamiento arrollador que echaría por tierra lo poco de dignidad que le quedaba.
Para el coyote no había nada más importante que el bienestar de su hembra, contentísimo estaba de que ella se encontrara a salvo de los execrables sabuesos del fisco y de los incompetentes policías de la ciudad. Habría sido espectacular poder recibir sus visitas mientras estaba en prisión, en especial las visitas conyugales que los demás presos tanto gozaban. Privar a un animal de su libertad era posible, privarlo de su apetito sexual no. Él adoraba el sexo como a una deidad, dispuesto a sufrir todo tipo de incomodidades estaba con tal de sentir el más intenso placer carnal.
Por mera intuición, la encontró en un lugar lejano trabajando como una miserable ayudante de cocina. En una de las tantas pastelerías eróticas de la ciudad había estado trabajando mientras él estaba pudriéndose de aburrimiento en la cárcel, compartiendo una experiencia horrenda junto a un montón de salvajes incapaces de hacerle un favor sin sexo de por medio.
El coyote había utilizado su cuerpo como medio para obtener acceso a todo tipo de beneficios. En prisión, sin importar la orientación sexual de los cautivos, el sexo era un ritual necesario para adquirir permisos especiales y/o amparo grupal. Allí mismo, en una mugrosa mazmorra, había conocido a un viejo león negro condenado a cadena perpetua por homicidio múltiple, de quien aprendió muchísimas cosas que ni se imaginaba. Le contó acerca de varios refugios en los que ningún lacayo del sistema judicial se metería, y en esa extensa lista de nombres, se encontraba el sexagésimo noveno hotel, mejor conocido como Furtel 69.
A pesar de ser un hotelucho de segunda categoría con departamentos desorganizados, era el sitio ideal para que se ocultaran dos delincuentes con pasiones desenfrenadas y pocas ganas de salir a la calle. Expuestos en los centros urbanos, los caninos eran presa fácil para los curiosos inspectores; pasar el día encerrados en un viejo edificio situado en una zona poco habitada era una estrategia magnífica para mantenerse de incógnito.
Como la delicada tesitura ameritaba un cambio radical, no quedó opción, tuvieron que viajar en transporte público hasta el famoso hotel en el que se hospedarían por tiempo indeterminado. Al pisar la desconocida acera en mal estado, tuvieron la sensación de que no estarían a salvo si salían más de lo necesario. Necesitaban contar con alguien que les comprara los víveres y se los llevara hasta su refugio; y con la gran picardía que tenían, podían timar a cualquier pelele para que realizara los mandados.
Tomados de la mano, vestidos con harapos descoloridos y calzado desgastado, arrastrando una valija con rueditas y cargando dos mochilas negras, se desplazaron con lentitud hasta la esquina, doblaron hacia la izquierda, caminaron dos cuadras y llegaron al famoso refugio que tanto ansiaban conocer.
El hotel tenía tres pisos, un sótano amplio, puertas anchas y macizas con picaporte metálico, ventanas pequeñas con celosías, techo rugoso en mal estado, instalaciones precarias, lámparas comunes en cada sector, tomacorrientes rotos, piso de cerámico poroso, paredes rajadas y manchadas, muebles de baja calidad, baños acogedores y un bar con una gran variedad de bebidas.
Desde la parte de adentro, el recepcionista vio a lo lejos dos estrafalarios caninos que se acercaban hacia la entrada, deseosos por hospedarse en su hotel. Los podía ver a través de las banderolas de las antiguas puertas que estaban en la entrada. Entre la puerta y la barra de la recepción, había cuatro sillones cómodos donde se podían sentar los visitantes. Un corto pasillo conducía hacia el fondo, donde estaban las garrafas y las llaves térmicas. Una entrada en el suelo conducía hacia el sótano, al cual se ingresaba por empinadas escaleras.
A la derecha, la zorra albina de ojos celestes, largo cabello lacio y níveo, un metro setenta y ocho de altura, cuello fino, bustos prominentes, cintura angosta, caderas anchas, piernas carnosas y jopo reluciente, parecía una hembra de buen gusto con dotes de princesa. Su femínea figura esbelta maravillaba a cualquier macho que pasara cerca de ella. Tenía un hermoso cuerpo y un rostro angelical típico de una actriz importante o de una supermodelo. Era común que le tiraran piropos o que le silbaran cuando iba pasando por la calle.
A la izquierda, un coyote marrón de ojos verdes, orejas pequeñas, ondulado cabello castaño y corto, un metro setenta y nueve de altura, espalda ancha, abdomen chato, piernas fibrosas, rabo enmarañado y corto, parecía un deportista o un competidor de olimpiadas. Más que no poseía la intransigente beldad atractiva de un macho alfa, estaba bien dotado y era cariñoso a la hora de hacer el amor. Poseía una gruesa voz propia de varón provocador aun siendo un sujeto pacífico y asocial. Era conocido por ser muy audaz y cuidadoso con los planes que fraguaba.
El encargado de recepción era un puntilloso mapache llamado Gregory Prick, de un metro cincuenta y nueve de altura, cabello crespo de color negro, ojos grises, cuerpo rechoncho, barriga sobresaliente, jopo rayado y pies grandes. Se caracterizaba por tener una parva amabilidad, gustos extravagantes, ideas raras, tics frecuentes y muy pocas ganas de trabajar. Estaba disponible desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde; desde ese momento en adelante lo reemplazaba el dueño del edificio hasta medianoche.
El señor Anthony Wilson era el que estaba a cargo del hotel. Era una calva morsa panzona de dos metros diez, rostro arrugado, amarillentos colmillos salientes, cachetes mofletudos, bigotes torcidos, extremidades abultadas, un tórax ancho y pies gigantescos. Superaba los trescientos kilogramos. Toda la ropa que usaba le quedaba ajustada y los rollos de grasa se le salían por todas partes. Tenía una voz aguardentosa y hablaba con lentitud.
La zorra tomó la delantera y le habló al recepcionista para saber si había alguna habitación disponible. Con mala cara y una actitud reticente, el mapache dio a entender que quedaba una habitación libre, la última del tercer piso, ubicada en el fondo del pasillo. De las doce habitaciones que había en total, once ya estaban ocupadas.
—Está bien para nosotros —intercambió una ligera mirada con su pareja.
—Documentación, por favor —exigió el recepcionista con las manos extendidas hacia adelante.
Le entregaron sus documentos de identificación para que él rellenara los datos en un formulario de chequeo. Los datos de los recién llegados no estaban inscriptos en el sistema nacional de habitantes registrados, con que los puso como extranjeros. Tras presionar varias teclas, desde su pequeño monitor aparecieron datos biométricos de otros ciudadanos con aspecto similar. Ellos dos se parecían mucho a una pareja de prófugos que las autoridades andaban buscando. Como al mapache le importaba un bledo y medio la legalidad, ignoró las similitudes y siguió adelante con lo suyo.
—¿Hay algún mercado cerca donde podamos ir a comprar? —preguntó la zorra.
—El más cercano está en el barrio del fondo, a nueve cuadras de aquí —respondió en seguida.
—Oiga, —interrumpió el coyote—antes de continuar, ¿nos podría enseñar el tarifario?
—Todas las habitaciones son iguales en tamaño y tienen el mismo costo de hospedaje durante todo el año. Son treinta pesos por día. No se incluyen servicios extras ni atención personalizada —contestó como si se tratase de una frase aprendida de memoria.
—Pues con ese precio no se puede esperar mucho —susurró el coyote sin que él lo oyera.
—Nosotros no sabemos cuánto tiempo nos quedaremos. Puede que sea una semana, un mes o dos meses. ¿Nos podría hacer un descuento por estadía?
—Aquí no aceptamos clientes extorsivos ni mojigatos —la miró de reojo.
—Sólo era una duda. Es que estuvimos en otros hoteles y cada uno tiene un sistema distinto.
—Pues no espere mucho de nosotros. Hacemos el mínimo esfuerzo para caerles bien a los clientes.
—Se nota.
Mientras la zorra y el mapache intercambiaban miradas desafiantes, el coyote echó un vistazo a la sala. Detrás de la barra, no muy bien escondida, había una hilera de cintas VHS de películas para adultos de los años noventa. Por sus cajitas, las reconoció al instante. Eran películas que había visto en su juventud y le habían servido de inspiración para un futuro negocio en la industria audiovisual. Junto con su novia, había grabado varias escenas teniendo sexo que luego editaba para venderlas por internet. Aun sin ser un negocio muy lucrativo, siempre dejaba ganancias.
—¿También venden porno aquí? —le preguntó al recepcionista.
—Esa colección es mía —la señaló—. Lo que nosotros vendemos a nuestros clientes es lubricante íntimo y condones —les mostró una caja con los susodichos productos de uso íntimo.
—Haberlo dicho antes —interrumpió la zorra, más emocionada que nunca—. ¿A qué precio tiene las botellitas de lubricante?
—Llévese una de doscientos cincuenta mililitros por diez pesos —le enseñó una de mediana calidad con etiqueta amarilla.
—Llevaré cinco —le entregó cincuenta pesos al instante y tomó las cinco botellitas.
—Un momento —interrumpió el coyote—, ¿desde cuándo los hoteles venden este tipo de cosas?
—Este lugar fue un motel en el pasado, como no lucraba lo suficiente, el dueño lo convirtió en hotel, sin perder su esencia sicalíptica.
—Oiga, señor, ¿no le molesta que los huéspedes tengan sexo en las habitaciones?
—A mí me vale verga lo que hagan los huéspedes en sus habitaciones —respondió con poco interés—, mientras paguen su estadía, todo estará bien.
—¡Mierda! ¡Qué buen servicio! —se rio con disimulo.
—Por cierto, si llegásemos a necesitar algo en algún momento, ¿a quién se lo podemos pedir? —preguntó la zorra.
—El botones los atenderá.
—¿Sabe dónde está?
—Si no está cogiendo con alguno de los huéspedes o con el barman, está en el sótano. No es un sujeto muy responsable que digamos.
—¿No tienen mucamas aquí? —le preguntó el coyote.
—Sí, seis putitas que están siempre ocupadas haciendo lo mejor que saben hacer.
—Al parecer, caímos en el sitio apropiado y en el momento apropiado —musitó la zorra con una sonrisa sospechosa y malvada.
—Sin duda —el coyote le dio la razón.
Habiendo completado la tarjeta de registro, el mapache completó las tarjetas de identificación de los novísimos huéspedes y les dijo en qué parte se encontraba el bar para cuando quisiesen ir a chingarse y los horarios de atención del hotel. También les dijo que no había maletero que los ayudase así que tenían que cargar sus pertenencias por cuenta propia.
Los caninos le dieron un pagaré para prometer que iban a solventar los gastos antes de irse, se les entregó la llave con número de habitación y se dirigieron a su nuevo escondite. Como no había ascensor, tenían que subir por las escaleras en forma de espiral.
Cruzaron el último pasillo hasta pararse frente a su nueva recámara, donde podían hacer lo que querían sin ninguna restricción. Después de una eternidad de haber estado dando vueltas por doquier, finalmente hallaron el sitio indicado para resguardarse por quién sabe cuánto tiempo.
Al ingresar a la habitación, inspeccionaron cada recoveco y cada detalle para cerciorarse de que estuviese en buenas condiciones y que no hubiese cámaras ni micrófonos ocultos. El interior era cómodo, tenía una amplia cama matrimonial cubierta con edredón colocada entre dos mesillas de noche con tres cajoncitos, un clóset grande con barra y diez perchas fijas, una ventana al costado, un baño decente y dos lámparas incandescentes.
—Y bien, ¿qué te parece?
—Es mejor que la covacha en la que estábamos antes.
—Un pozo negro sería mejor que nuestra antigua morada.
—Aunque el recepcionista me cae mal. ¿No pudieron encontrar un tipo más antipático para que atendiese al público?
—Es un hotel media estrella, ¿qué esperabas encontrar, un servicio de lujo como en las películas?
—Bueno, al menos conseguí un poco de lubricante —sujetaba entre sus manos las botellitas con líquido transparente—. Probaré qué tan bueno es —se lanzó a la cama como la desesperada perra en celo que era.
Se desvistió con rapidez, tiró al suelo sus guiñapos, se quitó la ropa interior, se extendió a lo largo y ancho de la cama, abrió una de las botellitas y untó un poco del ungüento en los dedos de sus manos. Se embadurnó las tetas con lubricante y acarició sus rosados pezones, poniéndolos bien húmedos. Si bien no era la calidad que a ella más le gustaba, era suficiente para excitarla. Sus inquietas manos recorrieron desde el pecho hasta el vientre y de allí hasta la entrepierna, cruzaron por encima del velloso monte de Venus rumbo hacia la parte baja. Al abrir las piernas, dejó expuesto su clítoris y su boca invertida con labios ardientes. Sus manos se desplazaron por la vulva con libertad mientras los dedos creaban círculos, uno tras otro, en busca de más sensaciones intensas.
—¿No te molesta hacerlo aquí y ahora? —el coyote le preguntó, no podía quitarle los ojos de encima—. Acabamos de llegar.
—La calentura no espera. Lo sabes muy bien —le replicó—. Además, tú te masturbaste en lugares públicos cientos de veces.
—Pero yo al menos era discreto.
—He estado cargando con esta arrechura desde que salimos. Ya no aguanto más. Quiero correrme como una perra alzada.
La zorra no dejaba de mover su corola de pétalos con sus humedecidos dedos. Los labios menores eran sensibles, tocárselos generaba un placer moderado. Expuso su vestíbulo y su cíngulum a los ojos de su novio para que viera su belleza incomparable. El segundo orificio, debajo de la uretra, era profundo y muy flexible. Era un túnel oscuro y tenebroso que iba hasta el útero, donde se volvía menos blando. La excitación que acarreaba producía la dilatación de su vagina y la lubrificación de sus rugosas paredes; no obstante, a ella siempre le fascinaba tener muchísima lubricación. Poco a poco, tanto sus labios como su clítoris se iban hinchando.
—¿Buscas provocarme para que te dé placer? —la miró de reojo.
—Me excito más cuando me observan.
Aun sin estar en su ciclo estral, la zorra se comportaba como una ninfómana. Si había algo que sabía hacer de manera profesional era actuar como una manceba experimentada. El sexo formaba parte de su día a día, desprenderse de sus lujuriosos deseos era imposible.
El coyote se quitó la ropa, se sentó en la cama, se aproximó a la zorra, palpó su tibio cuerpo y admiró su lindeza de cerca. Al tocarla, sus glándulas produjeron más lubricación. Su fino hocico acercó para olfatear el penetrante aroma que la hembra liberaba. Como la fragancia magnetizadora que era, lo atraía, arreciaba su sexo, lo llenaba de libídine, le producía un hormigueo en la ingle, le ponía los pelos de punta.
—Sea lo que sea que vayas a hacer, hazlo sin acholamiento —le pidió.
—Ni sé qué es eso.
Sin perder el tiempo, le acarició los muslos con sus manos y apoyó el mentón sobre su vientre para seguir inhalando las feromonas que ella excretaba. Centró la atención en su punto más sensible y la lengua sacó para explorar el glande de su compañera. Como si se tratase de una erección, el rígido clítoris era la fuente más vasta de terminaciones nerviosas, y la que más le gustaba estimular, o mejor dicho, que se la estimulasen. Sin apuro, empezó a lamerle de arriba abajo, de izquierda a derecha, en zigzag, dibujando círculos y hemiciclos; lo hizo de mil maneras distintas.
—Jack, me muero —gimió la zorra—. Sigue así.
Para intensificar su fruición, insertó los dedos de la mano derecha en su orificio, examinó el interior de su vagina en busca de más placer. Los dedos y la lengua iban a la par en cuanto a esfuerzo, ambos producían deleite a su manera. Mientras más exploraba, más goce provocaba. Estaba casi tan excitado como ella. Su miembro ya había salido del velloso prepucio que lo ocultaba, crecía a paso ligero al mismo tiempo que el nudo se le inflaba como un globo.
—Ay, no te detengas. Estoy por venirme.
En menos de lo esperado, la zorra se retorció de placer, le temblaron las piernas y se vino como una ola. Sus genitales quedaron empapados como siempre. Sin aliento quedó y muy contenta se puso.
—Tú sí sabes cómo calentarme.
—Tengo experiencia en esto.
—Ya que estamos aquí ¿qué tal si lo hacemos? —sugirió para pasar el rato—. Tenemos lubricante de sobra.
—Nos engancharemos un buen rato.
La zorra tomó más lubricante de la botellita, se lo untó en su verga, humedeció sus bolas peludas y su prepucio. Una vez listo para la cópula, el coyote se acomodó encima de ella, la penetró suavemente y sin premura. Fue variando las penetraciones: de suaves a duras. Con cuentagotas, se excitó lo suficiente para empezar a metérsela con ganas. Cuando empujaba con fuerza, la hacía gritar como una puta. Al rojo vivo se ponía cuando alcanzaba el límite de la exaltación, sentía que su venida era inminente. Antes de llegar al clímax, introdujo el nudo en su vagina para así iniciar el abotonamiento que tanto disfrutaba.
—Jack, muero de placer.
—Yo también.
Llegadas las famosas contracciones, expulsaba el semen con presión y lo introducía en el interior de su órgano sexual. El orgasmo era agudo y duradero, las eyaculaciones eran continuas, algunas más intensas y otras menos intensas. Anclados de sus partes íntimas, los caninos permanecían así durante casi media hora. Aprovechaban la circunstancia para mostrar cariño recíproco: se besaban, se daban mordisquitos, se lamían y se acariciaban como una pareja de tortolitos.
—Hacía tiempo que no lo hacíamos. Ya había olvidado lo sabroso que era —farfulló mientras hacía un enorme esfuerzo por mantenerse firme encima de ella.
—Lo hicimos miles de veces, y aun así, lo sigo disfrutando como si fuera la primera vez —admitió con una sonrisa en su cándido rostro.
—La primera vez sangraste y casi te dio un infarto por ello.
—Pensé que me habías lastimado. Mis amigas me dijeron que era algo normal.
—Eras una escuincla ingenua el día que te desvirgué.
—Tenía dieciocho años —le recordó—. Mis padres querían que me mantuviera virgen hasta que me casara.
—Lo que tus padres no sabían era que eras una libertina desenfrenada en potencia. Después de veinte años, sigues siendo la misma perra insaciable.
—Y tú sigues siendo un perro baboso.
—Lo que pasa es que duermo con la boca abierta, por eso babeo la almohada.
—Lo que digas —se rio de su último comentario.
Su largo juego de amor acabó a las cuatro de la tarde, momento de tomar la merienda. Se separaron, se vistieron, tomaron el equipaje y sacaron tápers de plástico con algunos sánguches de carne y verdura que devoraron en un soplo.
Se dirigieron al cuarto de baño y se bañaron juntos bajo la ducha que apenas alcanzaba a mojar a los dos al mismo tiempo. Se apercibieron de que el baño era la parte más linda de la habitación. Era ideal para tener sexo, beber algún trago fuerte o fumar alguna hierba prohibida. Como no tenían toallas, tuvieron que lamerse entre sí para que se les secara el espeso pelaje. Secarse por completo les tomó más de tres horas.
Tenían sueño porque se habían despertado muy temprano ese día, prefirieron omitir la cena y acostarse con las gallinas. Acurrucados como cachorritos, se acomodaron en la cama y se durmieron en cuestión de minutos, antes del anochecer.
En ningún momento oyeron ruidos de los demás vecinos del piso. Las gruesas paredes imposibilitaban el traspaso de sonidos de una habitación a la otra. Ellos habían pasado su primer día en el Furtel 69, no tenían idea de todo lo que les esperaba por conocer.
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