El proctólogo Publicado por anónimo el 01/12/2008 en Transexuales

"Un médico proctólogo, que asiste a un congreso, decide echar una cana al aire y contrata los servicios de un transexual mulato con el que aprenderá que un culo es muchas más cosas que lo que le enseñaron en la facultad."

Relato agregado a sus favoritos
Autor agregado a sus favoritos
El relato ya se encontraba entre sus favoritos
El autor ya se encontraba entre sus favoritos
Relato agregado para leer más tarde
El relato ya se encontraba en su lista de pendientes de lectura

Una densa cortina de agua impedía ver más allá de las cristaleras empañadas. Desde la tienda de juguetes, donde había entrado a comprar un recuerdo del viaje para sus hijos, Eulogio contemplaba descorazonado como los escasos taxis que surcaban la calle estaban ya ocupados. Jugueteaba con el paraguas con una mano y con el rosario que siempre llevaba en el bolsillo de la chaqueta con la otra, comprobando nervioso en su reloj de pulsera como se aproximaba la hora de su conferencia sin que pudiese ni siquiera atreverse a salir de la tienda.

Al fin, salpicando aparatosamente a los viandantes, vio la luz verde sobre el vehículo amarillo y negro surgido del País de Nunca Jamás que se detenía en el semáforo unos pocos metros más adelante. Sin pensárselo dos veces empujó la puerta acristalada, abrió el paraguas al tiempo que intentaba proteger los paquetes recién adquiridos con el cuerpo. Demasiado tarde se dio cuenta de que la lluvia había pasado de la categoría de chaparrón mediterráneo a la de galerna del Cantábrico para acabar en huracán tropical de fuerza seis. Saltó como pudo sobre la acera, intentando posar el pie en aquellos puntos en que el suelo parecía más cercano a la superficie del agua, todo hay que decirlo sin demasiado éxito. Acercó su mano a la portezuela y:

– Caballero, este taxi lo he visto yo antes –le recriminó una voz femenina que parecía brotar de detrás de un paraguas idéntico al suyo, solo que de color amarillo limón

Eulogio sintió que la rabia le dominaba mientras la tormenta empapaba su cara y sus zapatos empezaban a hacer aguas. Sin embargo, intentó contenerse desviando su cólera hacia la empuñadura del paraguas, la oprimió con fuerza hasta que sintió que los dedos le dolían. El pensamiento consciente desapareció absorbido por una vorágine de sentimientos agresivos. La dolorosa pulsión en las sienes le avisó de que la apoplejía estaba llamando a sus puertas. Intuyó rápidamente que discutir con un paraguas amarillo bajo las aguas del Diluvio carecía de sentido, la única oportunidad era negociar.

– ¡Por Dios, señorita, se lo ruego, no discutamos ahora! Le acompaño adonde sea y yo pago el taxi –respondió con los ojos aún inyectados en sangre

– ¡Está bien, está bien, pero déjeme pasar o me va a quedar el pelo hecho un desastre! –le respondió la voz en tono condescendiente

Sintió como su ira desaparecía inmediatamente disuelta por el aguacero. Se hizo a un lado, abrió la puerta del taxi y dejó pasar a su nueva compañera de viaje hacia la que de forma instantánea había empezado a sentir gratitud. El enorme sol que era el paraguas amarillo le impidió ver a la mujer mientras entraba en el coche como era su intención.

Él entró detrás, empujando los paquetes de regalo, plegó como pudo su paraguas evitando que se lo llevase el viento y se dirigió hacia su nueva compañera:

– Yo voy al Hotel "Mari Bárbola de Borbón". ¿Y usted…?

– Yo… yo también iba al "Mari Bárbola de Borbón" –respondió ella con una mirada de asombro.

– Entonces –ordenó dirigiéndose al taxista–, al hotel "Mari Bárbola de Borbón" y por la vía más rápida, por favor, tengo bastante prisa.

El chofer bajó el volumen de la radio, donde Jiménez Los Santos, bramaba maldiciones apocalípticas en una de las emisoras de la Inquisición. Al doctor Sigüenza aquellos desvaríos le resultaron familiares, su esposa trabajaba como redactora en la emisora local de la cadena.

– ¿Por dónde quieren que vaya? –contestó el taxista

– Personalmente no tengo ninguna preferencia –repuso el médico, al cual todas las calles de aquella ciudad extraña le parecían la misma.

– Creo que lo mejor será que usted elija el camino –respondió a su vez la mujer

Eulogio pudo, por fin, fijarse en ella. Parecía alta, al menos sentada. Le dio la impresión de que debía ser casi tan alta como él. Llevaba el pelo cortado en una media melena azabache, liso, con un corte que le recordó los años veinte. Iba muy maquillada, por un momento pensó que era mulata, pero el colorete y la penumbra del interior del coche en un día tan sombrío le hicieron dudar. Lo primero que llamó su atención cuando habló fueron sus labios: gruesos, líquidos y pintados en tono carmesí brillante. Sin embargo, fueron los ojos lo que acabaron encadenando su mirada, eran enormes, oscuros, enmarcados en una corona de pestañas negras, curvadas y brillantes.

– Menuda casualidad –contestó a su vez Eulogio– Yo tengo que dar una disertación en menos de media hora. Espero que lleguemos a tiempo…

– No se preocupe, aunque parezca que todos estamos parados, en menos de veinte minutos les dejo en la puerta –escuchó que decía el taxista

– Yo tan solo voy a ver a un amigo que se hospeda allí –añadió la mujer. El tono bajo y grave de su voz y la dulzura del timbre cada le gustaban más a Eulogio.

– Perdone, no me he presentado. Me llamo Eulogio… Doctor Eulogio Sigüenza. Soy proctólogo en Palencia, he venido a presentar un nuevo enfoque de mi especialidad médica en el Congreso Latino de Proctología Avanzada, pero me he despistado comprando unos recuerdos para mis hijos.

– Yo me llamo Marcela –contestó ella sencillamente.

El taxista, tal y como había prometido, les llevó en veinte minutos exactos a la puerta del Hotel. Eulogio intentó trabar conversación un par de veces, pero la mujer no parecía interesada. En vista de lo infructuoso de su tarea se concentró en intentar adivinar como conseguía el conductor saber por dónde estaba circulando. Las lunas del vehículo, completamente enteladas, eran como tan opacas como sábanas sucias y ver a través de ella hubiera requerido una prodigiosa visión de Rayos X. Supuso que el gremio de taxistas exigía que sus miembros realizasen cursos de orientación y pilotaje en condiciones de ceguera absoluta, o quizá la respuesta era que el taxista emitía ultrasonidos y luego recogía el eco en sus enormes pabellones auditivos como había oído hacían los murciélagos. Estaba sumido en estas científicas meditaciones cuando el taxista anunció:

– El Hotel "Mari Bárbola de Borbón"

Eulogio miró incrédulamente por la ventanilla, pero el gris insulso que para él era el mundo exterior continuaba siendo igual de turbio. Abrió la puerta y observó maravillado que se encontraban bajo la marquesina del hotel al abrigo del diluvio que descargaba unos pocos metros de distancia. Como había prometido, pagó el importe del trayecto y se despidió de la mujer nada más cruzar la puerta giratoria.

La conferencia fue mucho más larga de lo que él había previsto. La nueva disciplina de la psico–proctología despertó una polémica muy animada. Deducir el estado físico y anímico de una persona a través de los pliegues del esfínter anal fue demasiado para algunos galenos escépticos poco abiertos a nuevas ideas. Las teorías del doctor Sigüenza debieron bregar durante horas con las ideas preconcebidas, los prejuicios, la irracionalidad, la inercia de años de profesión y una miríada de combinaciones entre la pereza mental e irreflexión y, porqué no decirlo, también con la chanza y la chirigota generalizadas.

Cuando acabó la presentación de sus revolucionarias ideas era prácticamente la hora de comer. Eulogio salió acompañado por un servil representante del laboratorio farmacéutico que organizaba el evento. En el vestíbulo repleto de gente, todas las voces se fueron acallando por un segundo como si una ola de silencio estuviese barriendo el hall. Él se fijó en el epicentro de tan singular portento y comprobó que todas las miradas convergían en una mujer que avanzaba directamente hacia ellos. Era una dama como nunca había visto, ni siquiera en sus sueños más lujuriosos, estaba admirando boquiabierto la quintaesencia de la lascivia en su forma femenina. De cabello oscuro y piel tostada, alta, atlética, todo en ella era puro sexo: su decidida forma de caminar, de moverse entre la muchedumbre como si allí no hubiese nadie, de lucir con elegancia el vestido corto con rayas azules y blancas, incluso la forma torera en que llevaba la gabardina colgada del brazo. Le dio la impresión de estar viendo un buque rompehielos abriéndose paso en la banquisa helada: los grupos de proctólogos latinos avanzados se deshacían y se apartaban a su paso conforme ella se dirigía a la puerta, pero no se volvían a cerrar, una vez había pasado, todos parecían quedar congelados admirándola en silencio, sin poder apartar la vista, dejando un sendero abierto en el que aún parecía flotar su presencia. Al llegar a la altura del doctor Sigüenza le saludó con un leve movimiento de cabeza, una sonrisa y un guiño.

Eulogio, se quedó aún más mudo que el resto de público: era Marcela. Se reprendió a sí mismo por no haberla reconocido a la primera. Pero la mujer que había entrado escondiéndose bajo el impermeable y el paraguas y la diosa del amor que ahora salía triunfante eran dos personas distintas. Alargó la mano y, adelantándose al portero uniformado, le ayudó a colocarse la trinchera sobre los hombros al tiempo que se abrían automáticamente las puertas acristaladas del hotel dejando entrar la humedad exterior.

– Gracias, Doctor Sigüenza –saludó al pasar

– Hasta luego –acertó a decir el Doctor Sigüenza mientras ella se ajustaba la gabardina.

El mentecato que ejercía de representante se quedó pasmado, boquiabierto.

– Doctor Sigüenza, menudo sinvergüenza, ¿conocía a esa chica?

– Hemos compartido el taxi que nos ha traído hasta aquí… solo eso –respondió Eulogio

Durante la tarde, mientras en el salón de congresos se sucedían las ponencias, en el exterior la tormenta fue cediendo paso a un cielo azul, claro y despejado. Cuando los congresistas abandonaron el "Mari Bárbola de Borbón" después de la cena, cientos de millones de estrellas tachonaban el manto negro del cielo. Eulogio decidió aprovechar para dar un agradable paseo hasta el hotel. Se deshizo como pudo de la untuosa presencia del representante farmacéutico que le habían asignado, se acercó a la Diagonal y caminó, disfrutando de la noche y del clima hasta llegar a la Rambla de Catalunya, allí, se acercó a ver la estatua e inició el descenso.

La Rambla de Catalunya, a diferencia de las Ramblas, es un paseo urbano que por la noche suele carecer de cualquier tipo de animación. Sin embargo, observó extrañado, una fila casi inmóvil de coches ascendía por un lateral, mientras otra, igualmente inmóvil, descendía por el otro con la lentitud de las coladas de lava en un volcán de tipo hawaiano. Prestó más atención y vio que en las aceras, una fila de mujeres invitaba a detenerse a los vehículos con aspavientos, lúbricos ademanes y gestos lascivos. Eulogio decidió ponerse las gafas recién graduadas para poder apreciar mejor los detalles del espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

El Doctor Sigüenza se quedó fijo como una estatua de sal en el desierto paseo central, comprobando que lo que había creído mujeres eran en realidad travestís. "Travestís espectacularmente dotados, todo hay que decirlo", pensó. En su interior se desató una dramática lucha interior entre seguir los dictados de sus instintos o resistir cristianamente a las tentaciones del demonio. Por fin, su espíritu científico salió en ayuda de sus bajas pasiones y se justificó a sí mismo diciéndose que iba a estudiar el fenómeno más de cerca. Salió de su inmovilidad deshaciendo el nutrido grupo de turistas japoneses que había formado un círculo a su alrededor y disparaba metódicamente los flashes de sus cámaras creyéndole una de tantas esculturas vivientes como pueblan nuestros paseos. Cruzó entre los coches sin prestar atención al peligro mortal que constituían los conductores dopados por sus propias hormonas y se dispuso a descender por una de las aceras laterales. Las chicas, con sus zapatos de tacón eran más altas que él y cuando pasaba por su lado se le insinuaban abriendo los abrigos y mostrándoles sus encantos.

– ¿Doctor Sigüenza…? –escuchó como le reclamaba una voz que le resultó extrañamente familiar.

Levantó la cabeza e intentó descubrir quién le estaba llamando. Unos metros más adelante, un cuerpo escultural, cubierto únicamente por unas braguitas y un sujetador de fantasía le saludaba desde dentro de una gabardina abierta de par en par. La voz le era familiar, pero no conocía ningún cuerpo como aquel. De sus años de facultad le vino a la memoria que era más sencillo reconocer una cara que un cuerpo, levantó la vista y se encontró por tercera vez en el mismo día con la cabeza de Marcela. Así que aquel cuerpo que le saludaba tan alegremente era sin duda el cuerpo de Marcela, el conocimiento médico acumulado en tantos años de profesión le decía que los poseedores de cuerpos como aquel no suelen cambiar las cabezas con amigos, ni siquiera por mucho dinero.

– ¡Buenas noches Marcela! ¿Cómo tú por aquí…? –preguntó con la misma inocencia que si se hubiese encontrado a una colega proctóloga en el pasillo de un hospital extraño.

– Mire, doctor, no sé cómo decírselo, pero, pero, pero es que yo… Verá, yo trabajo aquí… –respondió Marcela entre un coro de carcajadas del resto del personal femenino.

– Por supuesto…, por supuesto… Es que me ha sorprendido. Ésta es la tercera vez que nos vemos en un mismo día –razonó Eulogio

– Quizá se trate de una señal de los dioses… Quizá podría ser usted mi primer cliente de la noche…

– O tú, mi primera clienta…

– Parece un intercambio justo ¿Dónde se hospeda usted?

– En el "Enano Nicanor"… Está al final de esta calle

– ¿Vamos entonces…?

– ¡Vamos!

La experta vista del galeno descendió nuevamente por el escultural tronco de la muchacha hasta detenerse en las braguitas que cubrían su sexo. En lugar del suave abultamiento levemente hendido en el centro que se hubiese denotado la presencia de un Monte de Venus femenino, la transparencia de la prenda dejaba ver bien a las claras que el miembro masculino más largo y grueso que en su larga carrera hubiese visto estaba embutido a presión en aquel minúsculo trozo de tela y solo era cuestión de tiempo que lo reventase.

– ¡Coño, coño, coño…! –murmuró Eulogio

– No, doctor, no, eso no es un coño… Ya tendría que saberlo –respondió la voz de una pelirroja despampanante que había asistido a toda la conversación como convidado de piedra. Todas las demás chicas secundaron la ocurrencia con sus risotadas.

Las carpetovetónicas gónadas del doctor Eulogio Sigüenza trabajaban a destajo vertiendo en su torrente sanguíneo una catarata de hormonas surtidas, de resultas de lo cual le subió la presión, los ojos se le salieron de las órbitas, se le erizó el vello de la nuca y sintió un súbito prurito en el escroto que le obligó a rascarse la entrepierna, como solía sucederle siempre que se excitaba.

Decidieron que sería más discreto bajar en taxi que pasearse por la ciudad con el riesgo evidente de ser reconocidos por algún otro asistente al congreso. Mientras el taxi recorría los escasos quinientos metros que separaban el inicio del paseo del hotel "Enano Nicanor", Marcela se interesó:

– ¿Ha conseguido secar los juguetes de sus hijos?

– No, pero tampoco tiene mucha importancia. ¿Sabes? Yo mantengo una relación estrictamente profesional con mi familia: me la paso por el culo.

Marcela sonrió, más para disimular su desconcierto por la salida de tono que porque la frase le hubiese hecho la más mínima gracia. No entendía el despego del Doctor Sigüenza con respecto a su familia. Aquello no le parecía normal.

Al llegar al hotel, nadie les importunó ni les hizo ninguna pregunta. El recepcionista del "Enano Nicanor" les dio la llave con tan solo un "Buenas noches" como único comentario.

Una vez en la habitación, el Eulogio se dirigió a Marcela:

– Esta noche te tengo que pedir un favor…

Marcela, que a estas alturas de su vida ya estaba curada de espantos, se preparó para escuchar la petición:

– Necesitaría estudiar tu ano con detenimiento

– Doctor Sigüenza….

– Llámame Eulogio, por favor, ahora no estamos estrictamente en una consulta médica, ¿qué es lo que te sorprende?

– Más o menos el cincuenta por ciento de mi clientela en un momento u otro de nuestra relación comercial se dedica a un estudio profundo, aunque, todo hay que decirlo, gozoso de mi culo. Forma parte de nuestro acuerdo. Del que, por cierto, aún no hemos concretado el estipendio.

– Naturalmente, naturalmente…

– Cobro cinco mil pesetas por un servicio de media hora, con o sin penetración. Una hora será el doble, es decir, diez mil, y si me quedo toda la noche, dada la hora que es, le costará treinta mil.

– ¿Treinta mil…? Me parece perfecto. Te quedarás aquí hasta mañana… veremos que podemos hacer para entretenernos.

El travestido se quedó mirando fijamente a Eulogio, meditando algo durante unos segundos y finalmente espetó:

– Doctor, si me permite decírselo, en confianza, usted tiene una vocación verdaderamente pestilente.

– Es posible Marcela, pero en mi experiencia profesional no he encontrado ningún culo más apestoso que algunos negocios… Por ejemplo, una vez la familia Zaplana me propuso un negocio inmobiliario en la costa de Valencia que… Pero, bueno, eso no tiene importancia ahora, tienes razón, es una mierda de profesión –contestó el médico con una sonrisa.

Marcela se deshizo del abrigo, se arrodilló sobre la cama y puso el culo en pompa.

– ¿Esta posición es la adecuada para sus exploraciones? –preguntó

El doctor Sigüenza tardó largos segundos en responder. Sentía la garganta tan seca como si estuviese hecha de madera de pino y su cerebro no era capaz de concentrarse lo suficiente para crear las palabras. La imagen de aquellas ancas elásticas, musculadas, rotundas, esféricas, pulidas y brillantes había colmado toda su capacidad de raciocinio. Embelesado, solo podía admirar con la boca abierta el milagro que sus ojos no podían dejar de contemplar. El hilo posterior del tanga se perdía entre los dos globos, hundiéndose como un río en un profundo y umbrío cañón entre montañas para reaparecer triunfante un poco más abajo, allí la tela se expandía súbitamente en un lago intentando vestir sin éxito los testículos de Marcela que desbordaban las costuras. Él ardía en deseos de navegar en una expedición espeleológica siguiendo la ruta que parecía indicarle la parte posterior de la braguita y explorar la profunda sima que se ocultaba a su vista, disfrutando de todas las cavidades que esperaba se abriesen ante él.

Eulogio se arrodilló frente a la cama con la misma devoción que en su infancia se había arrodillado frente al altar mayor en el colegio del Opus Dei en el que le encerraron sus padres; apoyó las manos temblorosas en los cálidos cachetes, agachó reverentemente la cabeza, cerró los ojos y siguió con los labios el recorrido del tanga. Hasta su nariz llegó el aroma de la piel de la mulata, el olor de la tela y el suavizante, un vago recuerdo del perfume de la crema hidratante, la gloriosa y excitante esencia de un culo sano y perfecto.

En la posición en la que estaba arrodillado, los pies del transexual rozaban sus genitales con suavidad. El doctor aún no se había quitado los pantalones y la furiosa erección, constreñida por los calzoncillos y el pantalón, se transformó en un suplicio. Le pareció que su miembro iba a reventar si no lo liberaba. Buscó la cremallera, la bajó y su pené brincó con alivio fuera de su prisión rebotando contra la suave planta del pie de su acompañante.

Eulogio cerró los ojos, tratando de calmarse escuchó su propia respiración. Una vez serenado, su atención se dirigió nuevamente a los glúteos a los que había estado adorando. Separó los hemisferios con las manos, sus labios musitaron una oración ferviente y sincera de agradecimiento y su lengua resiguió el camino trazado por sus labios, el sendero del tanga. A medida que descendía ensalivando la tela, percibía la gradación de sabores de aquel culo delicioso y un sutil aumento de la temperatura como si se estuviese adentrando en las entrañas de un volcán.

Se separó unos centímetros y admiró las húmedas paredes laterales que se combaban hacia el profundo y sombrío interior donde aún yacía la malla del tanga. Con el dedo índice la tomó y la separó a un lado con reverencia para poder tener una mejor visión. El vello prieto, empapado de saliva y sudor, se pegaba a las paredes de piel apuntando a un ojo de chocolate que parecía lanzarle un beso.

Afiló la lengua y repasó amorosamente las laderas, empezando por las cumbres y patinando hacia el interior en amplios y lentos círculos. Una variación en la textura de la piel y un suspiro de Marcela, le indicaron que había llegado a la sensible zona del ano. Profesionalmente consciente, el proctólogo punteó la piel con suaves golpes de su lengua, consiguiendo que el travestido lanzase en cada ocasión un nuevo gemido.

Con una suave presión de las manos separó aún más las nalgas y hundió la lengua en el ano de la mulata. La facilidad con que éste se dejó penetrar fue un premio a su paciencia. Mientras hundía rítmicamente su apéndice bucal en el interior de la mulata, realizaba un estrambótico molinete que hizo que Marcela se mojase la mano con saliva y comenzase a masturbarse por debajo del cuerpo.

El doctor Sigüenza, después de un cuarto de hora disfrutando de las mil fragancias y sabores que estaba obteniendo de aquella extraordinaria experiencia, decidió que era hora de utilizar aquellos dedos celestiales que le habían dado renombre mundial.

Introdujo lentamente el índice realizando la maniobra de Zütz. Efectuó con precisión el alambicado doble giro que dicha maniobra requiere hasta rozar el punto cercano a la próstata que había descubierto era un foco de placer inaudito. Un ronco estertor de regodeo por parte de la mulata le hizo saber que iba por buen camino. Palpó la próstata de forma experta y luego con médica paciencia se dedicó a presionarla y acariciarla alternativamente hasta que Marcela con un sollozo sonoro se corrió abundantemente sobre el cubrecama.

– Doctor Sigüenza, ha sido el mejor dedo que nunca haya entrado en mi culo –susurró el transexual cuando se hubo recuperado.

– Gracias, Marcela, ¿Crees que ahora estás en condiciones de que continúe mi exploración con el dedo mayor? –respondió el proctólogo señalando hacia su miembro en erección.

– ¡Por la calavera de la Virgen Negra! Doctor Sigüenza, menudo ciruelo tiene usted –comentó ella con admiración– Es usted, y perdone que se lo diga, más feo que pegarle a un padre, pero hacía años que no veía algo tan bonito.

Al oír estas palabras el doctor Sigüenza pensó en los exiguos y aburridos polvos que había pegado con su devota esposa: siete, un número de connotaciones bíblicas y que, a polvo por niño, le habían proporcionado las siete bestezuelas que correteaban por su casa. En ninguno de esos siete polvos su mujer se había dignado mirar su pene, aún menos tocarlo con las manos y por supuesto jamás se había hecho mención de él, como si al entrar en el matrimonio aquel apéndice de masculinidad hubiese adquirido el don de la invisibilidad.

Mientras el médico cavilaba amargamente sobre estos temas, Marcela se desabrochó el sujetador que todavía llevaba puesto y se tumbó boca arriba procurando evitar el charco de su propio semen sobre el lecho. La visión que tuvo el doctor Sigüenza, cuando la mulata abrió las hercúleas piernas enfundadas en medias negras de nilón, casi le provoca un infarto: el miembro en erección surgía de la banda elástica del tanga aún puesto, descansaba como una anaconda dormida sobre su vientre y su cabeza dejaba escapar un hilo de semen unos centímetros por encima del ombligo; los formidables testículos colgaban laxamente a ambos lados de la prenda íntima; los abdominales se dibujaban con nitidez a medida que se expandían y contraían siguiendo la cadencia de la respiración; los globos de los senos ascendían y descendían siguiendo idéntico ritmo y en el rostro sudoroso se dibujaba una sonrisa angelical.

– ¿A qué está esperando, doctor? –le recordó Marcela para despertarlo

Eulogio apoyó el glande ensalivado sobre el esfínter y este se abrió abrazándolo cálidamente. Agarrando los tobillos del transexual como punto de apoyo, con una serie de suaves empellones hizo entrar su prodigioso miembro viril en el estrecho y tórrido conducto. Los años de abstinencia no le habían preparado para una sensación como aquella, en pocos segundos sudaba copiosamente. Tras cada embestida, gruesas gotas resbalaban desde su calva empapada y le caían sobre los ojos produciéndole un escozor insufrible, al mismo tiempo, el pequeño crucifijo de oro que llevaba colgado al cuello se levantaba y volvía caer sobre el encharcado vello pectoral. Sin embargo, Eulogio prefería continuar aferrándose a las pantorrillas de Marcela antes que secarse el sudor, como si no hubiese nada más en el mundo que aquellas piernas fornidas.

En menos de un minuto, y durante una fracción de segundo, sintió la gloria de los arcángeles expandirse desde su bajo vientre, ascender, incendiar todo su cuerpo de placer hasta llegar a su cabeza. Desde la base de la nuca y avanzando como un rayo hacia su frente, un gozo indescriptible le embargó y después, después…

El cuerpo del doctor Sigüenza, insigne proctólogo, se desplomó pesadamente contra las piernas de Marcela que tenía levantadas. Rebotó blandamente y cayó de lado lastimándole el ano cuando el orondo miembro viril del galeno se separó bruscamente de ella arrastrado por el resto del cuerpo de éste. El transexual protestó, pero, pensando que podía ser un desmayo, aquello no era la primera vez que le sucedía, se incorporó y abofeteó con energía y decisión la cara del médico. Éste, inmóvil, contemplaba el techo con los ojos muy abiertos, extrañamente fijos, sin siquiera parpadear al recibir los sopapos.

Al día siguiente, los periódicos de su provincia natal y todas las emisoras de la Inquisición, daban la noticia de la súbita muerte del doctor Sigüenza. La noticia que difundieron fue la siguiente: "El doctor Eulogio Sigüenza, proctólogo jefe del Hospital de San Antolín, murió ayer en la ciudad de Barcelona donde asistía a un congreso. En el momento del óbito se encontraba orando en su habitación, como era su costumbre. Los restos, según la voluntad expresa del finado, serán trasladados a su pueblo natal para recibir cristiana sepultura en el panteón familiar, donde esperará la gloriosa venida de Nuestro Salvador y la resurrección de los muertos. Descanse en paz"

Valoraciones

Solo usuarios pueden votar 6.1 de 100 Valoraciones

Comentarios 2

Acerca de este relato

Autor anónimo
Categoría Transexuales
Visitas 41121
Valoración 6.1 (100 votos )
Comentarios2
Favorito de0 Miembros
Cantidad de palabras: 4790
Tiempo estimado de lectura: 24 minutos