Por

Anónimo

enero 23, 2025

620 Vistas

enero 23, 2025

620 Vistas

El confidente de mamá// Cap. 1 (Relato de un hijo mirón y un suegro pe

0
(0)

Su nombre, Candela, dice mucho sobre ella: es una vela cuya flama ilumina, brilla, atrae, baila y quema; sobre todo quema, es una llama que nos hace arder a quienes la rodeamos y nos hundimos consigo.

Criticada por mujeres (principalmente por mi abuela Maca) y adorada por los hombres (principalmente por mi abuelo Agustín, aparte de mí), Candela, mi madre, siempre poseyó esa clase de cualidades físicas tan llamativas y voluminosas que atraen a cualquier persona ya sea para bien o para mal.

El lunar café que tiene junto a sus labios esponjosos, del lado derecho, le da a su mirada una expresión bastante sensual y erótica.

Candela siempre fue una mujer espontánea, risueña, extrovertida, de fácil conversación y con un fuego en la sangre que la hacía menear sus enormes caderas a cada paso que daba, como si tuviera una llama encendida por dentro que la hacía lanzar lava segundo a segundo, como si todo en ella exudara cachondeo y pareciera estar bailando permanentemente, en un constante estado de brama que atraía la mirada de los machos.

Las formas carnosas, hinchadas y redondeadas en sus nalgas, piernas y pechos destacaban por sobre su propia esencia. Siendo hija de una madre mexicana y un padre cubano, Candela poseía en el cuerpo y en su espíritu una fuerza emocional muy fuerte capaz de deleitar a quien convivía consigo, sin pasar por alto su tendencia genuina al coqueteo.

 Su piel aceitunada, a veces blanca, a veces acanelada (según como se expusiera al sol), contrastaba descaradamente con el tono miel que llevaba en su cabello largo y rizado, que siempre traía suelto para que bailara con el viento, ofreciéndole a su figura un atractivo indomable y espontáneo.

Tenía un rostro ovalado y seráfico, pero sus labios eran proporcional al resto de sus curvas; grandes, hinchados y de un color rojizo natural brillante que la hacía ver provocadora. Y como digo, ¡ufff!, ese lunar.

Mi abuela, que era una fanática religiosa, solía comentarle a mi padre que mamá era un pecado viviente, una promotora de la imprecación, un motivo de seducción y obscenidad, pues, decía, sólo el diablo podría haberla parido con esas enormes tetas y esas enormes nalgas, para que fuera una tentación andante.

Mi padre, Rigoberto López (al que le dicen Beto) aunque era un tipo bonachón, amable y de poco carácter, tenía un gran defecto, y es que tenía mamitis extremis aguda. Un apego emocional extremo a su madre que no tiene nada que ver con lo que yo tengo con mamá actualmente.

Ante los desprecios que la abuela Maca le hacía a mi madre, papá no solía contrariarla (ya sea por miedo o por evitar su desaprobación), y ese era el principal motivo por el que mamá solía disgustarse con papá, pues se sentía invalidada y despreciada por su suegra, y su marido no hacía nada para defenderla.

Mi abuela, que ni siquiera era tan mayor, siempre tuvo un carácter muy amargo. Nunca quiso a mi madre, quizá porque veía en ella cualidades que no eran compatibles con sus valores cristianos.

Las cenas en casa de la abuela giraban en conversaciones sobre cómo ser una buena esposa. Frases como “mujer abnegada”, “la mujer tiene que ser obediente a su esposo” “es obligación de la mujer ser una madre ejemplar”, “una mujer casada no puede estar vistiendo con ropa entallada, rabona y escotada que genere en el hombre miradas libidinosas”, “la mujer es la responsable de las infidelidades del marido “la esposa, y sólo la esposa, tiene el deber de evitar que un hogar se rompa.”

Mamá se la vivía de los pelos con papá porque éste no la defendía. De hecho, tanto era el poder que mi abuela tenía sobre nuestra familia, que incluso ella había elegido mi nombre de Fernando y el de mi hermano menor, Luis.

***

 

Todo comenzó un domingo por la tarde, en la casa de mis abuelos Agustín y Macarena, donde nos reuníamos semanalmente mis papás, mi hermano Luisito de tres años y yo. Papá tenía un hermano menor que desde joven se fue a vivir a Estados Unidos, el tío Eusebio, y dado que papá era el único hijo que la abuela Maca tenía a su alcance, lo quería tener controlado y ninguneado.

La tarde ya estaba cayendo, y la oscuridad se estaba filtrando por el firmamento. Mamá, con sus habituales vestidos veraniegos, cortitos, floreados, que le llegaban a la mitad de las piernas y que por ser tan ligeros el viento se lo levantaba, permanecía flexionada hacia la mesa del centro de la terraza, recogiendo los platos.

Papá estaba conversando animadamente con la abuela Maca, que a su vez estaba entretenida diciendo algo sobre las kermeses que estaban organizando en la capilla de la colonia con los padrinos de mi padre (íntimos amigos de la abuela y que todos los domingos también participaban en las reuniones).

Por su parte Candela, haciendo las veces de la criada de la abuela Maca, seguía recogiendo los platos sucios del tablón, y eso significaba tener el culo empinado, sus muslos macizos separados, su falda levantada casi a la mitad de sus nalgas y las vistas de su minúscula braguita morada (sí, aún recuerdo el color), expuesta ante quien estaba detrás de ella mirando con lascivia.

Yo había ido al baño porque tomé mucho refresco, y al volver al jardín lo hice de forma tan sigilosa que mi abuelo Agustín no advirtió mi presencia, y fue allí cuando lo sorprendí con su teléfono en mano, discretamente, grabando y tomando fotos al enorme culo de su nuera, que se movía bamboleando y temblaba como gelatina en cada movimiento.

Estábamos a varios metros de distancia. Nadie se daba cuenta de que las nalgas y las piernazas carnosas de mamá estaban expuestas hacia la cara del abuelo. Nadie sabía que él la estaba grabando mientras se tocaba el paquete. Yo, apenas consciente de nada, no entendí bien el motivo por el que el abuelo Agustín querría capturar una imagen tan sórdida como esa.

Cuando menos acordé me resbalé con algo y caí de rodillas junto al viejo. Nadie me miró, salvo él, que estaba sentado sobre una llanta de tráiler que ya no servía y que estaba colocada en ese preciso sitio bajo un ramaje verde, como lugar de descanso.

El abuelo saltó nervioso, poniéndome cuidado, soltó el teléfono en el suelo y me ayudó a levantar.

—Traes cola o qué, muchacho —me dijo, clavando sus pupilas directamente en mis ojos—, ¿estás bien?

—Sí, es que me resbalé, pero no me duele nada —dije, las manos ardiéndome.  

—Mira cómo te quedaron las rodillas, diantre de chamaco. Tienes que fijarte por dónde caminas.

Me sacudí las bermudas y luego, agobiado, me fui hasta la mesa de refrescos para tomar un vaso más, pensando en lo que mi abuelo había hecho con el teléfono. Incluso a esa edad yo sabía que grabar las nalgas de su nuera era algo sucio y siniestro que un suegro no debía hacer con la esposa de su hijo. Sabía que estaba mal pero no dije nada.

Pero el abuelo era así, un hombre calenturiento, coqueto y adulador sin remedio. Un contraste perfecto de mi abuela Maca. Ella toda una santurrona y amargada, y el abuelo Agustín un picaflor en potencia. Un golfo descarado que muchas veces había andado metido en líos de falda que mi abuela había tenido tragar. Se sabía que era mujeriego y adúltero, pero como era hombre, en la sociedad machista de mi pueblo, a nadie le parecía tan anormal.

En opinión de Maca, una mujer debía de aguantar las infidelidades de su marido abnegadamente, ya que el hombre era hombre, proveía en casa, y dios los había hecho con debilidades para ponerlos aprueba, y era justo allí donde chocaba argumentalmente con mi madre, porque ella decía que jamás le perdonaría un engaño a mi papá por más mínimo que fuera.

—¡Las mujeres modernas ya no aguantan nada, Candela! —decía la abuela Maca persignándose.

Nunca supe por qué mi abuelo se casó con ella, siendo ambos tan diferentes. Lo cierto es que, aunque Maca era una mujer que ya casi rozaba los cincuenta años, seguía siendo una mujer muy guapa y con unos ojos verdes preciosos que hacían llamar la atención de los caballeros.

El abuelo Agustín, sin embargo, pasaba de los cuarenta y muchos años. Era un viejo joven y, decían las señoras, que muy atractivo para su edad. A diferencia de papá, que tenía una estatura media, un rostro delicado y un cuerpo enjuto semejante a su madre, el abuelo era grandote, moreno, de facciones duras y masculinas, la cabeza rapada, barbudo, barriga cervecera pero con las piernas y los brazos fuertes y musculosos debido al trabajo pesado que hacía en el taller mecánico del que era dueño, armando y desarmando vehículos.

Papá trabajaba con él, pero sólo hacía labores administrativas. Mi abuelo decía que su hijo no tenía agallas para el trabajo de hombres. Pero, tal parecía, era muy bueno con las contabilidades. Y el taller de mi abuelo verdad de Dios que era el más famoso de la ciudad, con una plantilla de casi nueve trabajadores.

Recuerdo que llegada la noche me volví a encontrar a solas con el abuelo en el jardín, mientras las mujeres metían las cazuelas de la comida y mi papá conversaba animadamente con su padrino.

Yo estaba jugando con mi pelota cuando el abuelo Agustín la atrapó y me sonrió malévolamente, diciendo:

—No vas a decirle a tu madre sobre lo que viste, ¿verdad muchacho?

Su pregunta me pareció más una advertencia que un cuestionamiento. Yo temblé de arriba abajo y recuerdo haberme hecho tonto, al responder:

—¿El qué… abuelo?

—Oh, vamos, hijo, tú eres inteligente —me entregó la palota, revolviéndome el cabello—. No nos hagamos tarugos. Me acabas de descubrir tomándole fotos al culo de Candelita, tu madre.  

—Ah, eso, bueno… yo —las mejillas se me encendieron y mi enormísimo abuelo, de cuerpo de gorila, me siguió sonriendo, pero su sonrisa me daba miedo.

—Yo… no diré nada, nada…

—¿Entonces por qué me miras como si estuvieras enojado, nieto?

—No estoy enojado, abuelo, sólo que papá dice que hay actitudes que un hombre debe evitar para no ofender a las mujeres.

El abuelo Agustín se echó a reír. Volvió a revolverme el cabello y me contestó:

—¿Sabes qué es lo que creo, hijo? Creo que tú eres un muchacho mucho más inteligente que tu padre. Beto siempre ha vivido entre las faldas de Macarena, y nunca se comportó como el hombre que yo quería que fuera. Uno como yo. Lástima que tu tío Eusebio está lejos, porque él sí es mi orgullo de hijo. A su corta edad, ya ha tenido tantas mujeres y seguramente tantos hijos regados por ahí que hasta un equipo de fútbol podría armar si se lo propusiera.

Tragué saliva, el abuelo siguió riendo y añadió:

—Uno como hombre, Nandito, tiene todo el derecho del mundo de mirar las nalgas a las mujeres que las tienen así de bonitas y grandotas como las de tu madre. No es pecado mirar, si no ¿para qué nos dio ojos diosito?

—Pero… ¿y qué pasa con la abuela?

—Tu abuela es como tu papá, Nandito. Es amargada. Es cizañosa. Odia a tu madre y podría hacerle daño. Por eso no puedes decirle a nadie que el abuelo Agustín le anda filmando las nalgotas a tu mami. ¿O es que tú quieres que tu abuela Maca le haga daño a tu madre?

—¡No, no, abuelo, claro que no!

—Bueno, pues entonces la cuidaremos entre los dos.

 

***

Para la siguiente semana casi se me había olvidado el tema del abuelo y cómo lo había sorprendido grabado y tomado fotos a las nalgas de mamá sin su consentimiento. Entre otras cosas, mi mente estaba con enojo hacia papá porque gracias a la abuela Maca me había decomisado el teléfono celular que él mismo me había regalado en mi cumpleaños, argumentando que no tenía edad para tener un aparato de esos, porque hoy en día “sólo se ven cochinadas en el internet”.

—¡Pero es un niño, Beto, por Dios! —le reclamó mamá esa noche mientras yo lloraba—. ¿Cómo puedes pensar que a su edad estará viendo porquerías? ¡Tu madre tiene una mente muy sucia para pensar que Nandito usa el teléfono para mirar cosas de adultos! ¡Nandito sólo ve las caricaturas, sus jueguitos!

—Lo siento, Candela —le dijo papá tajantemente—, pero mamá tiene más experiencia que tú en estos casos y es justo que le haga caso en sus recomendaciones. Nandito no puede tener acceso a un celular hasta que tenga por lo menos quince años.

Lloré en el regazo de mamá, con sus pechos enormes pegados en mi cara, ella maldiciendo a la abuela Maca por lo bajo, y yo haciendo lo propio hacia papá.

Esa tarde nuevamente en casa de los abuelos me acordé del suceso de las fotos cuando me fijé que mamá ésta vez llevaba unos jeans ajustados que le marcaban una cola tan enorme que parecía que si se sentaba sobre la cabeza de alguien lo mataría de asfixia.

Sus piernazas potentes y carnosas se veían exquisitas. Y su culo, como ya dije, parecía querer explotar cada vez que ella caminaba con sus sandalias de florecitas.

Ese día comimos enchiladas, me acuerdo bien porque mis manos quedaron embarradas de mole y el abuelo Agustín me sugirió que me las lavara porque tenía un regalo para mí.

Como todo niño, me ilusioné de inmediato, porque amaba los regalos. Fui a lavarme las manos, y mi regreso el abuelo estaba sentado en el mismo sitio que la otra vez, en una llanta de tráiler que yacía bajo el ramaje, y miraba viciosamente las nalgas de mamá, que por la hora, nuevamente estaba recogiendo los platos y los vasos sucios de la mesa.  

—Mi querido nieto, ¿cómo estás?

—Hola, abuelo, estoy muy bien, gracias, ¿y tú?

—Bien, gracias. Oí que tu padre, por órdenes de la metiche de Macarena, te quitó el celular porque considera que hay mucha “pornografía” que puedes mirar en él.

Asentí con la cabeza, entristecido, y añadí:

—Dice mamá que la abuela es muy entrometida, y que siempre aconseja a papá para mal.

El abuelo Agustín asintió con la cabeza y me dijo:

—Tu madre, la preciosa Candela, tiene razón en eso, muchacho. Tu abuela es una mala entraña que siempre anda metiéndose donde no la llaman. Por fortuna, tienes un abuelo que te quiere y te consiente y que siempre estará de tu parte.

—Gracias abuelo, lo sé. 

—¿Sabes entonces qué es lo que el abuelo Agustín te compró, muchacho? —Puso una bolsa de plástico delante de mis ojos—, es un teléfono nuevo, hijo, de esos modernos como el que te quitó el tonto de mi hijo.

—¿En serio? —me alegré al instante, pero casi de inmediato esa dicha se desvaneció—. Gracias, abuelo, pero igual papá me lo quitará.

—Beto no se atreverá a quitarte algo que yo te obsequié, Nandito, porque si lo intenta, el cabrón se las verá conmigo. Él tiene que aprender a que tú ya eres un hombrecito, y que tienes que crecer y madurar como tal. Anda, agárralo y configúralo, que de esos temas yo sí que no tengo ni idea de cómo se hace.

Ahora que soy mayor comprendo que más que para resarcir el daño papá, regalarme ese celular nuevo fue una forma de tenerme controlado. Quizá aún desconfiaba un poco de que yo pudiera guardar el secreto ante papá y mamá sobre sus mañas al estar grabando el culo a su nuera, y con esto quería afianzar mi fidelidad hacia él.

Y vaya si lo consiguió, aunque admito que no habría habido necesidad de ello, puesto que yo no iba a decir nada de eso, entre otras cosas, porque le tenía miedo.

En efecto, esta vez la influencia de la abuela no tuvo efecto en papá, quien no se atrevió a quitarme el teléfono nuevo por temor a que el abuelo Agustín lo enfrentara, pues él, como yo, le temía de verdad. Mamá, por su parte, quedó estupefacta y muy contenta al saber que su suegro se había apiadado de mí.

Ella misma, en el recibidor de la casa, le agradeció a mi abuelo por el regalo, y éste la abrazó, pegándole todo su mastodóntico cuerpo, y haciendo todo lo posible para que las colosales mamas de su nuera se aplastaran obscenamente contra su barriga. Mamá a lado su enorme suegro era una hormiga junto a Goliat.

Papá y la abuela estaban en la cocina, de lo contrario posiblemente no les habría parecido tal arrejuntamiento entre los dos.

—¡Nandito, ven, mi amor, dale las gracias a tu abuelo por el regalo!

—No hace falta, Candelita preciosa —dijo él, todavía sujetándola de sus amplias caderas—, Nandito ya me agradeció desde antes.

—¡No sabe cuánto le agradezco las atenciones que tiene con Nandito, don Agustín! —le decía ella, mirándolo con adoración—, si no fuera por usted, no tendría un contrapeso en esta familia en la que todo el mundo parece estar en contra de mí.

—Nada de eso, Candelita adorada. Para estamos. Lo que necesites no dudes en avisarme y en volón pimpón yo te ayudaré. 

Papá estuvo un poco serio conmigo por lo del celular. Se sentía como un pelele tras la desautorización de la que había sido víctima gracias a su propio padre. Yo no le di importancia a eso y así fue como llegó el siguiente domingo, donde las mujeres hicieron barbacoa. Cuando terminamos de comer, ya cayendo el atardecer, el abuelo Agustín fue a sentarse a la llanta de tráiler de siempre y desde ahí, cuando mamá comenzó a recoger la vajilla, empezó nuevamente a tomarle fotos a su culo.  

Yo iba pasando junto a él, porque la pelota pasó junto a sus pies, él me miró y sonriendo me dijo:

—Tu mamá está buena, ¿eh, Nandito?¿Ya viste ese culonón que tiene?

Miré hacia donde mamá estaba flexionada y vi que, dado que llevaba nuevamente un vestidito, sus nalgas se exhibían una vez más con suma desvergüenza. Las piernas gordas, duras y brillantes por el sudor del verano irradiaban fuego. Sus cacheteros negros, pequeñitos, le hacía ver, incluso desde lejos, un delicioso coñito que por entonces no me atreví a inspeccionar mucho más.

Sin ser una tanga, la tira posterior se encajaba entre sus dos nalgotas.

—No puedo decirlo, abuelo —dije con pena.

—¿Cómo que no puedes decirlo?

—Es que es mi mamá.

—Pero es mujer, ¿apoco no tiene unas nalgotas esta condenada mujer?

—Yo… no sé, abuelo, no sé.

—A ver —me dijo con seriedad—. Te gustan las mujeres, ¿cierto, chamaco? Porque si me dices que eres maricón, ahora mismo te corto los huevos. Bastante decepción tengo con tener un hijo tan débil de mente y tan poco hombre como tu padre, como para también tener que cargar con la cruz de tener un nieto maricón.

—¡Oh, no, abuelo, no soy maricón! ¡A mí me gustan las mujeres!

—¿Seguro, Nandito?

—Seguro, abuelo.

—Veamos si es cierto, entonces —me enseñó todos los dientes, dándole un trago a su cerveza—. Dime, Nandito, como hombre que eres, ¿qué te gusta más de tu mami?, ¿te gusta su culo o sus chichotas? —me dijo, refiriéndose con esto último a sus pechos—, porque mira qué chichotas tan enormes tiene la muy cabrona…

En ese momento mi madre estaba de frente con la bandeja de trastes sucios. Sus pechos lucían muy juntos el uno con el otro por la posición de la bandeja, y el canalillo de su escote estaba lo suficientemente prolongado para ver cómo sus dos melonazos botaban en cada movimiento que ejecutaba.

De hecho, lo más sensual de su figura en ese momento era precisamente el sudor que resbalaba entre sus dos pechos, y mi abuelo lo sabía, por eso tenía sus ojos clavados en ellos. ¿Cómo era posible que Candela no se diera cuenta de cómo la estábamos morboseándo?

—Es que… abuelo, ella es mi mami, no creo que sea correcto ver sus pechos y sus nalgas de esa manera…

—A ver, Nandito. Una cosa es que Candela sea tu madre y otra muy distinta es que seas ciego. Sólo te estoy preguntando qué te gusta más de ella: sus nalgotas deliciosas que tiene, o esas tremendas chichotas. Eso no tiene nada de malo.

—Yo… abuelo… ¿cómo podría decírtelo?

—¿Pues no la estás viendo, cabrón? ¿Estás tuerto o no tienes ojos?

—Yo… Sí, la estoy viendo… —respondí nervioso—, pero me confunde lo que me preguntas porque dice el padre Urteaga que entre familia no podemos vernos como hombre y mujer. Quiero decir que se supone que no deberíamos de sentir atracción entre nosotros y, supongo, que eso incluye a la forma en que veo a mamá.

No me atreví a decirle que también consideraba que era pecado que él estuviera viendo de esa forma tan obscena a su nuera, sabiendo que era la esposa de su hijo.

—No digas mamadas, Nandito, porque estas son muchas de las cosas que tienes que aprender como hombre. ¿Tu crees que cuando tu mami va con ese escote de golfa a confesarse con el padre Urteaga él no le ve esas chichotas que le cuelgan como vaca?

—¿Sí? —pregunté con mesura.

—Claro que sí, Nandito. El cuerpo femenino es el regalo más hermoso que nos dio el Señor a los hombres. ¿Ves su culote enorme que tiene tu mami, querido nieto? Ufff, muchacho, cómo rebotará cuando el pendejo de mi hijo se la coge.

—Ah… —jadee avergonzado, y el abuelo lo notó.

—Porque los haz visto coger, ¿verdad, Nandito? Todos los hombres que nos preciamos de serlo, por lo menos una vez en su vida hemos tenido que ver a nuestros padres fornicando.

—Bueno…  —me puse cabizbajo.

—¿No me digas que no los has visto coger? Porque sabes de lo que hablo, Nandito, ¿verdad? Tú ya estás en edad de merecer. Ya hasta te deben de estar saliendo pelos en el fundillo. Dime que sabes a lo que me refiero cuando te pregunto si los has visto coger, follar, fornicar, tener sexo: esos términos significan lo mismo.

—Pues… la verdad no.

El abuelo se llevó las manos a la frente, decepcionado.

—¿O sea que jamás has visto una mujer desnuda?

—Ammm —Cada vez me sentía más incómodo con las preguntas del abuelo Agustín.

—Te la pongo más fácil, Nandito, tú te bañabas con tu mami de más chico, ¿verdad?

—Sí, eso sí, abuelo, todavía hasta hace un par de años lo hacía.

—¿Y ella se encueraba delante de ti?

—Pues sí, abuelo —contesté casi congestionado.

—¿Y cómo las tiene, las tetorras? —me dijo, mirando de nuevo a mi madre, que volvía de la cocina por más platos—. Debe de ser un espectáculo verla encuerada, ¿verdad, hijo? Ya me imagino tremendas ubres colgándole como vaca en el pecho.

—Ejem… —carraspee, y mi abuelo insistió.  

—Haz Betoria, Nandito, haz Betoria, ¿de qué color son sus pezones y sus areolas? ¿Rosadas o marrones?

—¿Sus qué?

—La corona y las puntas que tiene en las tetas, esas son las areolas y los pezones, ¿de qué color son?

—Pues… creo que son como el color de los duraznos.

—Lo sabía… —dijo sonriendo diabólicamente—. Esa Candelita está como me la imagino. ¿También le llegaste a ver el coño?

—¿El coño?

—A tu mamá, ¿se lo llevaste a ver cuando se metían a bañar a la tina?

—Bueno, no me acuerdo.

—La rajita, digo, Nandito, ¿la tiene peluda?

—Pues sí…

Cada vez me sentía más acosado con sus preguntas. Y yo no sabía a ciencia cierta cómo responder a ello.

—¿Entonces en qué quedamos, Nandito? ¿Qué te gusta más, su culo o sus tetas? Porque ya se te pone dura, ¿verdad, muchacho?

Volví a toser, y como esta vez no quería que me siguiera tratando como un perfecto pusilánime, como papá, le contesté:

—Me gustan ambas cosas, el culo y las tetas.

Me sentí el niño más malo del mundo cuando dije en voz alta esas palabras que sabía, eran maldiciones, y por las que el padre Urteaga me castigaría y me haría tener una penitencia de por vida cuando me confesara, ya que apenas tenía tres meses que había hecho mi primera comunión.  

—¡Ese es mi nieto! —me palmeó la espalda con orgullo—. Y no te culpo, Nandito. La muy guarra de tu madre tiene unas chichotas que hasta le ha de doler la espalda. Y ese culo, ufff, cómo rebotaría sobre mis huevos.

—¿Cómo dices?

—Nada, muchacho, nada. Digo que se ve que le gusta presumir las tetotas y el culote que tiene. Mira la ropa de guarra que usa. Es para que los hombres se las vean. A lo mejor hasta quiere que yo mismo se las vea.

—Ay, abuelo… no sé si…

—Mira, Nandito, con el teléfono que te regalé, quiero que un día, cuando ella se esté bañando o se esté cambiando, vayas y le tomes foto a sus chichotas o a sus nalgotas. Encuerada, pues. Y me las mandas. Ten, te daré de domingo quinientos pesos, y por cada foto que me mandes, te daré un billete igual.

—¡Pero abuelo…¿cómo le voy a tomar fotos a mamá sin que se dé cuenta?!

—Ese es tu problema. Eres inteligente y sé que sabes que tienes que ser muy discreto con eso.

—¡Pero abuelo!

—Sé buen chico, Nandito, y si te portas bien, te llevaré con las putas. Ya estás en edad. Con tus años yo ya estaba reventando ojetes por dondequiera. Y tú tendrás la oportunidad de cogerte a la puta que más te guste. A la más chichona o nalgona. Tú confía en mí, ¿vale?, es más… ven.

—¿A dónde? —lo seguí cuando se levantó y entró al cuarto de los tiliches, que estaba con candado al lado del baño del patio.

—Aquí, ya verás.

El abuelo abrió el cuarto, y en una bolsa negra me echó varias revistas para adultos con los desnudos más explícitos que había visto en mi vida. Con los nervios de punta recibí la bolsa y me dijo:

—Guárdalas en tu mochila, vi que traías una cuando llegaste. Y escóndelas bien. Si te las descubren, nunca digas que yo te las presté, ¿oíste?

—¡Pero abuelo…!

—Ya estás en edad de ver viejas encueradas y ver de qué se trata ser adulto. Debes de ser un muchachito espabilado y muy listillo desde chiquillo. Ándale, guárdalas y, sobre todo, haz tu tarea. Mándame fotos de tu mami encuerada, ¿okey?, y yo te daré billetes por cada foto y más adelante te llevaré con las putas.

Ni siquiera me dejó replicar. Cuando menos acordé, ya tenía la mochila colgada en mi espalda con una serie de revistas porno que sabía que si alguno de mis padres me las encontraba, me quemarían vivo a la mitad de la plaza como en la época de la santa inquisición.

****

Ni siquiera me quedé a cenar. Me urgía ir a mi cuarto y hojear las revistas porno que me había prestado el abuelo Agustín. Durante algún tiempo mi hermano y yo dormimos en un mismo cuarto, en una litera. Yo en la parte de arriba y Luisito en la parte abajo. A sus tres años, Luisito ya hablaba y andaba por sí mismo, y yo, que ya era un pre adolecente, juzgué propicio tener mi propia habitación.

Después de mi primera comunión me acondicionaron el cuarto del fondo de la casa, junto al baño compartido que teníamos en la planta baja. Después de bañarme allí me metí, me encerré con seguro y desnudándome saqué las revistas de mi mochila y me puse a mirarlas.

Eran revistas de esas que están en los talleres mecánicos, pero también había foto historietas. No eran revistas de editoriales reconocidas sino de las más sórdidas y vulgares que seguramente vendían en el mercado negro. Eran morbosas y lascivas, eso sí, y página tras página contaba historias escandalosas y muy improbables en las que la gente acababa teniendo sexo.

—¡Joder! —dije, pues estaba mirando por primera vez desnudos de mujeres y hombres a cual más obsceno y ordinario.

Las fotos eran pornografía gráfica y sin tapujos. No se trataba de mujeres solas posando para erotizar con imágenes artísticas y cuidadas, sino todo lo contrario. Las mujeres, con tetas hinchadísimas y de pezones muy gordos, chupaban pollas de todos los tamaños, y los hombres lamían coños abiertos en exceso, chorreados y usados.

Fornicaban en posiciones que le daban a la cámara la mejor vista de la penetración. Había hermosas rubias con sus labios estirados firmemente alrededor de la circunferencia de algunas erecciones gruesas mientras otras parejas follaban en diferentes posiciones.

Para mí al principio fue bastante aterrador, pero a medida que seguí mirando tuve una gran erección que me hizo eyacular con apenas tocarme.

Durante las noches en que estuve mirando las revisas en la intimidad de mi cuarto, varias veces me quedé boquiabierto ante las imágenes obscenas que se presentaban ante mí. Era porno y me encantaba. Me gustaba cómo me hacía sentir ver a gente desnuda haciendo lo que mi abuela llamaría «vulgaridad».

Disfruté de la emoción clandestina de ver un acto tan sórdido, con las modelos en las revistas follando, chupando y besándose entre sí de una manera tan pedestre que todo el día permanecía caliente, incluso en la secundaria.

Comencé a juntarme con mis compañeros de más edad que hablaban de sexo, de chicas que se habían cogido y de maestras con cuerpos de “milf” que de inmediato me hicieron pensar en mi propia madre.

Le había dado largas a mi abuelo para mandarle fotos de mi madre, sobre todo porque creía imposible la tarea de filtrarme en su cuarto o en el baño y fotografiarla sin ser descubierto.

Pero entonces, a medida que pasaban los días, lo de las fotos de mamá desnuda ya no eran sólo por el abuelo, sino por mí; por satisfacer un morbo brutal que tenía al sentir la curiosidad de saber cómo era ella sin ropa, ¿se parecería a esos chochos peludos o depilados que estaban en las revisas que veía?, ¿sus pezones estarían rosados, marrones o puntiagudos, o con ese color durazno que le había dicho a mi abuelo?

Porque la verdad es que no me acordaba de ella desnuda. Recuerdo que de niño me bañaba con mamá en la tina, ambos desnudos, pero en ese momento no la recordaba desnuda. Y ese anhelo por satisfacer mi propio placer me llevó a comenzar a espiarla.

Hice varios intentos pero en todos fallé. No quería que llegara nuevamente el domingo y el abuelo me reprendiera por no haber cumplido la encomienda para la que me había obligado.

A mí también ya no me bastaba con masturbarme con esas fotos obscenas que aparecían en sus revistas. Quería más morbo. Quería algo más caliente aún. Quería trasgredir mi propia consciencia y ver desnuda a mamá.

Y las cosas se dieron casi sin planear. Era noche cuando, después de la cena, mamá me obligó a irme a la cama para dormir, porque decía que ya era tarde. Me fui a lavar los dientes a la cocina y oí que le decía a papá.

—Beto, si quieres duérmete ya. Tuve un día muy cansado ayudando con la comida que venderemos mañana en la noche en la kermés de la capilla, así que me apetece relajarme en la tina del baño.

—Pero no te vayas a quedar dormida en la tina como otras veces, Candela, me da miedo que te ahogues.

—No, no cariño, no te preocupes. Siempre termino quedándome dormida, pero una siente cuando se empieza a hundir. La adrenalina me despierta.

—Buenas noches entonces, Candela, te amo.

—Buenas noches, mi amor. Descansa.

Y entonces me encerré en mi cuarto. Y mi corazón empezó a palpitar muy fuerte. ¿Sería posible que ella pudiera quedarse dormida en la tina? ¿Podría aprovechar yo para entrar sigilosamente y tomarle fotos? ¿Cómo saber cuando se durmiera? ¿Cómo saber si la espuma no le cubriría sus pechos desnudos? ¿Valdría la pena arriesgarme? ¿Qué pasaría conmigo si mamá me descubría?

¡Joder!

Estaba tan asustado, caliente, y ansioso que temí que mi corazón me fuera a explotar por dentro de tanto palpitar. Y si tenía dudas para saber si iba arriesgarme o no a la misión, cuando mi abuelo me envió un nuevo mensaje por teléfono diciéndome; “qué pues pasó con la puta foto de tu mami encuerada cabrón, póngase pilas”, sentí que ese era el empujón que me faltaba para aceptar mi destino.

—Diosito ayúdame —dije en un susurro cuando salí de mi cuarto y comencé a subir las escaleras al baño compartido que había en la segunda planta, y que era el único con tina en toda la casa.

Era irónico pedirle a “diosito” precisamente que me ayudara a faltar a toda la moral y ética cristiana que promovía la iglesia, justamente en mi pretensión de tomarle algunas fotos a mi madre en la tina.

Calculé la hora y me di cuenta que mamá llevaba por lo menos cuarenta minutos encerrada. Tiempo suficiente para que se hubiera dormido. El vapor caliente de la tina salía incluso por debajo de la rendija de la puerta. Los pálpitos de mi pecho me dolían. La sangre me hervía en las venas. Las manos me temblaban incluso teniéndolas en puño, y me temblaron aún más cuando empuñé el pomo de la puerta y giré lentamente.

*—No mames, no mames, no mameees —*me gritaba en mi fuero interno cuando entreabrí la puerta de la ducha y asomé la cabeza, recibiendo de golpe parte del vapor que quemó ligeramente mi rostro y mi garganta, pues tenía la boca abierta como pendejo.

“Diosito, Diosito, Diosito…” estaba con el Jesús en la boca, mi éxtasis al límite, la adrenalina infartándome.  

Lo cierto es que tuve algo a mi favor que me siguió llenando de confianza, sabiendo que podría lograr con éxito mi misión, y es que mamá tenía música de señoras en su teléfono celular, a un tono considerable.

Y entré con cuidado, la cortina de plástico que dividía la tina del inodoro estaba abierta. Por eso la vi a ella, con el cabello agarrado en la nuca, sumergida en el agua, los ojos cerrados y una bata blanca transparente que por un momento me dije que me impediría verle los pechos en su completa desnudez.

“¡Tú puedes, Nando, tú puedes!¡El abuelo estará orgulloso de ti!” me dije, avanzando sigilosamente, los latidos de mi pecho siendo tan fuertes que podía escucharlos en mis tímpanos.

Mamá tenía los ojos cerrados, pero los movimientos de sus manos en el centro de las aguas me decía que no estaba dormida. Además estaba tarareando, concentrada, a su vez, con lo que fuera que estuviera haciendo en la bañera. Y entonces saqué mi teléfono del bolsillo. Los dedos me temblaban. Esperé que el ambiente de afuera del baño no fuera advertir a mi madre de que estaba la puerta abierta y que alguien había entrado.

No entiendo bien cómo lo hice, pero avancé un poco más y levanté el teléfono en lo alto. No me quise arriesgar con las fotos y mejor pulsé play para grabar un video. Si siquiera sabía lo que estaba grabando. Mi mente y mis ojos estaban puestos en que mamá no fuera voltear hacia la puerta. Pero ella estaba concentrada. Seguía tarareando.

 “Si me sorprende le diré que vine a mear…” me dije, “pero lo raro será explicarle por qué he subido al baño de arriba teniendo uno en la planta de abajo” suspiré hondo mientras mi cuerpo se escalofriaba y mi cabeza se hacía trizas, “no, no, lo raro será explicarle por qué tengo el teléfono en la mano… grabando un video…”

Incluso antes de entrar tuve la precaución de quitarle el flash al celular, no fuera ser que en plena foto, el flashazo me descubriera ante ella.

Y entonces la vi… con sus grandes pechos mojados cayendo como enormes peras de carne bajo el fascinante satín de su bata de baño. Le vi sus pezones oscuros bajo la tela. Y estaban tan puntiagudos y gorditos que temí que fueran a traspasar el satín.

Me sorprendió que sus senos fueran tan grandotes y carnudos. De un tamaño tan descomunal y con una caída tan firme que incluso pensé lo mucho que opacaba a las modelos porno de las revistas del abuelo.

“Menudas chichotas tiene la guarra de tu madre” casi pude escuchar la voz socarrona del suegro de mi madre.

Y allí descubrí que las mujeres también se tocaban sus genitales. Intuí lo que mamá hacía con sus manos debajo de las aguas por sus gemidos y sus muecas congestionadas. La espuma apenas llegaba a su ombligo, por lo que podía ver perfectamente las formas maravillosas de sus magnánimas “chichotas”.

Mi polla se puso dura antes de darme cuenta. Y yo estaba tan caliente que creí que cualquier frotamiento entre mi calzón y mi glande haría que me corriera en ese instante. Todo mi pubis me hormigueaba.

“Vaya melonazos tienes, mamá” dije en mi mente.

Mis brazos y mi nuca estaban erizados. Mis manos me temblaban cuando los movimientos masturbatorios de mi madre lograron abrir las solapas de su bata y descubrir ante mis ojos las perfectas formas de sus carnosidades.

“¡Wooow!” “¡Qué gordas tetas tienes, mamá!” me dije, comprobando que el morbo del abuelo ahora tenía sentido. Me sentí orgulloso de tener a la mamá más tetona del vecindario. Dos grandes cumbres brillantes, duras y riquísimas.

Y es que sus ubres, como las llamaba el abuelo, eran tan gordas y visiblemente excitantes, que cuando las tuvo desnudas por completo sentí que mi semen comenzaba a mojar mi pantalón. La curvatura amplia de las tetas le brindaba un volumen mucho mayor.

Yo estaba estremeciéndome, quemándome por dentro, sintiendo las vibraciones de mis genitales envolverme, mientras advertía que sus areolas eran amplias como salamis, pues ocupaban casi la mitad de la superficie de sus tetas. Y qué decir de sus erectos pezones, tan puntiagudos y marrones que parecían clavos para concreto al rojo vivo.

Así paralizado como estaba, y ridículamente mojado por mi propio semen, comencé a retroceder cuando mamá inició un ritmo masturbatorio con más fuerza dentro del baño. Sus jadeos “Ah” “Ah” “Ah” me embriagaron. Sus pechos enormes se sacudieron. Botaron como pelotas. Los pezones apuntaron a todas direcciones, y yo seguí retrocediendo hasta llegar a la puerta, obligándome a salir con cuidado, para luego cerrarla con disimulo.

—¡Dios mío! —bramé al bajar las escaleras, casi sin aliento, con mi pecho golpeándome muy fuerte, sintiendo punzadas dolorosas en mis sienes y con mi pene nuevamente empalmado—. ¡Que tetas! ¡Que tetas! ¡Dios mío!

Me metí al baño de la planta de abajo y comencé a masturbarme otra vez, valiéndome de los beneficios de la pre-adolescencia de empalmarme a cada momento

A los pocos minutos de haberle enviado el video al suegro de mamá, el muy rabo verde me contestó:

“Eso es todo mi cabrón” “Eres un crack” “Que perras chichotas tiene la hija de puta de tu madre” “Mereces un monumento, Nandito, el más grande monumento, casi tan grande como las tetas de vaca que tiene tu mami” “Te vas a forrar de billetes este domingo, hijo, no cabe duda que serás heredero de todo lo que tengo, tú sí eres un hombre, no como el pelmazo de tu padre…” ”Con esas tetotas le hago veinte rusas a tu mami…”

Y una serie de obscenidades que para un chico de mi edad habrían sido traumatizantes.

 Pero después de haber pasado una noche fabulosa donde descargué litros de semen, masturbándome una y otra vez viendo el video de mamá, y luego del reconocimiento de mi abuelo, que me prometió la gloria en vida, y luego de mi satisfacción personal por haber logrado grabar a mi madre desnuda (por lo menos de la parte de arriba) al llegar a mi casa, después de la secundaria, descubrí que no siempre la suerte estaría de mi lado. Lo supe cuando encontré a mi madre sentada en mi cama, con las sábanas deshechas, y su mirada consumida, con una mueca de horror que nunca le había visto, teniendo en su regazo y en sus manos las revistas pornográficas que me había prestado mi abuelo. Y ahí sí que como Cell, descubrí el verdadero terror.

—¡Por el amor de Dios, Fernando! ¿De dónde carajos sacaste estas perversas y sucias revistas? ¡No te vas a ir a ningún lado hasta que me digas quién te las dio, porque tú no las pudiste conseguir solo!¡Vamos, Nando, habla ahora!

¿Que te ha parecido este relato?

¡Haz clic en una estrella para puntuarlo!

Promedio de puntuación 0 / 5. Recuento de votos: 0

Hasta ahora, ¡no hay votos!. Sé el primero en puntuar este relato.

Deja un comentario

También te puede interesar

El bombo de las fantasías

anonimo

28/09/2022

El bombo de las fantasías

La inspección.

kenicho

28/11/2020

La inspección.

La química cambio.

anonimo

26/10/2017

La química cambio.
Scroll al inicio