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enero 11, 2010

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SOY PUTA XII: La última vez cerca de Juan

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Mi último relato (La Oscuridad) era un enlace en el cual resumía en qué consistieron los últimos seis años de mi vida antes de mudarme a la ciudad donde ahora resido. Fueron seis años en los que Juan acumulaba deudas por culpa de su adicción a las drogas y a su mala gestión en todos los negocios, legales e ilegales, que tenía. Sus acreedores no se andaban con tonterías y además de las palizas que le propinaban, me utilizaban a mí como moneda de cambio para aplazar los pagos� pagos que por otra parte, nunca se hacían. Tenía pensado hacer más relatos dentro de la saga, pero he decidido cortar por lo sano y contar mi último día viviendo con Juan.

Era mediodía, y yo ya casi había terminado de hacer la maleta en la habitación que había compartido con Juan hasta la noche anterior. Juan estaba en el salón, cómo no, sin hacer nada, en otro mundo. Cuando más activo estaba, se encontraba hablando por teléfono y las palabras que se le oía pronunciar eran algo así como �necesito más tiempo, te pagaré�, �ya casi he reunido todo, te lo juro�� y cómo no, siempre era mentira. Estaba acabado, acabadísimo.

Yo llevaba unos cuantos meses ya trabajando todos los días en uno de los �pisos francos� que tenía una de las bandas a las que Juan debía dinero. Tenía que estar muchas horas en el piso, y no me pagaban mucho, pero sí lo suficiente para sobrevivir: así conseguían tenerme vigilada. Pero yo ya estaba cansada de sobrevivir tan al límite de la miseria. La casa estaba hecha un asco, pues trabajando tantas horas al día no podía ocuparme yo sola de la casa, y Juan era poco más que un zombie� un zombie muy sucio, por cierto. Yo no estaba del todo mal, pero era una vida tan decadente y me daba tanta impotencia tener que cargar con sus vicios y sus deudas, que veía el futuro demasiado negro. La decisión ya estaba tomada desde hacía tiempo, y no había vuelta atrás: el dinero que los matones conseguían a mi costa, lo podía conseguir yo por mi cuenta, así que ya que era puta, lo sería para mí misma y no para otros. Ya tenía un contacto para el alquiler de un piso en una de las ciudades más grandes de España, cogí dinero que había estado defraudando a los mafiosos (en realidad ese dinero era mío), y aprovechando que sabía que ese día no irían a buscarme, me largué. No me llevé toda mi ropa, fui con una maleta pequeña con lo necesario y con equipaje para aguantar unos días antes de comprarme más ropa en mi lugar de destino. Al ser verano, no necesitaba prendas que ocupasen demasiado. Así, cuando vinieran los mafiosos al día siguiente, no sabrían que me he ido para siempre, tardarían más en empezar a buscarme y sería más fácil poner tierra de por medio y que me perdieran el rastro. Puesto llevaba, a parte de la ropa interior, un top blanco, unos pantalones vaqueros muy cortos y unas sandalias de tacón. Cuando iba a salir por la puerta, Juan me preguntó a dónde iba, y le dije que subiría más tarde. Le devolví todas sus mentiras con una sola, una sola mentira que quizá lo condenaría a su muerte� total, en su caso era cuestión de tiempo, quizá fuera mejor que lo mataran de un tiro o de un golpe que el futuro que le esperaba.

Ya estaba abriendo la puerta de la casa cuando sonó el portero automático. Era uno de los mafiosos, había un cambio de planes respecto a mí. Todo el plan se había ido al garete, parecía que no iba a escapar nunca de aquella maldita casa. Tracé un plan a la desesperada, un plan absurdo, simple y con consecuencias inimaginables si salía mal. Le abrí el portal, salí de casa, esperé a que entrara en el ascensor y cuando empezó a subir me puse a bajar por las escaleras lo más rápido que pude con la maleta a cuestas. Calculé que para cuando el ascensor subiera, yo ya podría haber bajado hasta el primer piso (era un tercero), pero no conté con los tacones. Me tropecé y me caí, y cuando el ascensor volvió a abrirse en el tercer piso, yo estaba recostada en el rellano del segundo. El matón, que supongo que había oído la caída, miró hacia abajo nada más salir del ascensor, y ahí me encontró espatarrada con la maleta a mi izquierda. Me puse a llorar: la caída no me había dañado mucho, pero sentí rabia porque pensaba que jamás podría escapar, empezar de cero por mi cuenta.

El matón adivinó enseguida lo que pasaba, me agarró de los hombros y me hizo subir de nuevo a la casa. Me dijo al oído mientras me incorporaba que no hiciera ruido, que subiera tranquilamente. Él detrás de mí, cogió mi maleta y entramos de nuevo en la casa. Pensaba que jamás volvería a ver esa imagen: entrar por la puerta y ver el salón, lleno de periódicos, resvistas, restos de comida, �turutos� (canutos de papel o cartulina que se utilizan para meterse rayas) y más basura en general, con Juan sentado en el sofá como si de otro despojo de basura se tratara, y ver el panorama de nuevo me desoló por completo. No paraba de sollozar, las lágrimas caían por mis mejillas y el matón me dijo que me relajara, que él no quería follarse a una putita llorona. Fue a la cocina, sirvió dos copas de whisky (ya se sabían la casa de memoria), y se sacó de una pitillera un porro de marihuana ya hecho. Me dijo que fuéramos a la habitación, sin torcer el gesto ni un momento. La verdad es que siempre había sido un tío muy relajado, las demás veces que había venido él nunca me había pedido ningún fetiche, y siempre había sido educado -por si acaso yo nunca le di razones para cabrearse-, pero esta vez me acababa de pillar en plena huída, y eso se supone que es lo que más odian los mafiosos, que sus deudores intenten escapar de ellos: sin embargo, el matón en ningún momento dio signos de ira.

Una vez en el dormitorio, el matón posó las copas en una mesita, encendió el porro, cerró la puerta y se sentó en la cama ofreciéndome una de las copas, dando un sorbo a la suya. Cogí mi copa y me dijo que me sentara a su lado, que me tranquilizara, que él así no podría follar. Me empezó a hablar de las consecuencias de mi temeridad, que eso su banda no lo iba a perdonar así porque sí. Yo le dije que ya me daba igual, que prefería que me pegaran un tiro a seguir viviendo así. Sin mediar palabra nos bebimos la copa y me invitó a unas caladas de su porro, y cuando terminamos empezó a sobarme. Me puso en la cama a cuatro patas y me bajó el pantalón, y seguido se puso a lamerme el coño. De vez en cuando acompañaba los lametones con mordiscos en las nalgas que me estaban poniendo cachondísima. Yo estaba tan fuera de mí que para cuando quise darme cuenta ya me estaba metiendo la polla. Yo no dejaba de gemir, él llevaba un ritmo cada vez más alto, además sus penetradas no perdían profundidad, y yo cada vez me acercaba más al orgasmo. Pero de pronto le sonó el móvil y el martillo percutor se interrumpió por un momento. Fue a por el teléfono, contestó, estuvo hablando unos quince segundos en ruso y colgó. Yo me puse cómoda mientras esperaba que terminase, y cuando él terminó me dijo que por qué me había cambiado de postura, que me pusiera como estaba. Antes de reaccionar me cogió él mismo de las caderas y me colocó de nuevo a cuatro patas, con el pantalón aún puesto a la altura de las rodillas. Con una mano me presionó la espalda para que me pusiera más en pompa, y empezó a darme cachetazos (nalgadas). Cuando me estaba picando el culo de tanto cachetazo (se me puso rojo como un tomate), puso su polla en mi puerta de atrás, y empezó a empujar. Yo no me lo esperaba, me cogió desprevenida, y sentí como una punzada cuando le entró toda de golpe. Empezó a coger ritmo poco a poco para en menos de un minuto ponerse de nuevo al ritmo de antes. La sensación de punzada se me iba pasando y el placer aumentaba cada vez más, al mismo tiempo que aparecía la sensación de escalofrío que progresivamente se adueña de mi cuerpo cuando recibo sexo anal, y que llega un momento que no puedo soportar más. De pronto sentí, por fin, el orgasmo que me hacía desvanecer. Entonces él salió de mí, me hizo recostarme bocarriba, se colocó encima y se puso a masturbarse con su polla encima de mi boca. Yo le chupaba la punta como podía y entonces se corrió encima de mí, llenándome la boca y salpicándome la barbilla y la cara con sus borbotones de semen.

Tras aquello, se levantó, me alcanzó unos pañuelos de papel para que me limpiara y cuando ya estaba levantada, sacó su pistola y me apuntó. Yo entendí en seguida que estaba en mi último suspiro, pero él me sorprendió bajando el arma y diciendo que no le merecía la pena arriesgarse a ir a la cárcel por ajustarle las cuentas a una puta. Yo, completamente nerviosa, le pregunté qué iba a hacer entonces. Me preguntó a dónde tenía pensado ir, y le dije que a la estación de autobuses. Entonces se guardó la pistola, me dijo �que tengas suerte� y se fue. Me dirigí a la cocina, me bebí un vaso de agua y cogí mi maleta. Cuando iba a salir, me preguntó Juan que a dónde iba, igual de ido que antes. Le dije que subiría más tarde. No lo he vuelto a ver, ni siquiera sé si sigue vivo.


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2 respuestas

  1. nindery

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